omo quizás en ningún otro momento se han condensado gráficamente en los primeros días de este mes los dilemas que afrontan los principales actores políticos y, en el límite, la propia ciudadanía en nuestro país.
Primero, estamos ante una crisis de hegemonía que se expresa de distintas y muy heterogéneas formas entre poderes fácticos y poderes constitucionales. La naturaleza del conflicto que afronta el crimen organizado con los poderes del Estado, y la que enfrenta a los monopolios contra esos mismos poderes, es distinta. Pero ambos tipos de conflicto convergen en un punto: erosionan el poder del Estado.
Esto habría sido imposible sin la pre-sencia de un proceso inacabado de transición a la democracia que desembocó en un régimen especial, que he denominado régimen otomano. Lo específico del ré-gimen otomano –siguiendo la analogía del historiador Garton Ash, que la hace refiriéndose a Europa del este– es el desmadejamiento del centro político y la fragmentación del poder político generando vacíos que han sido llenados por poderes fácticos. La transición está inacabada porque modificó solamente uno de los tres pilares en los que se asentaba el régimen autoritario: la pre-sencia de un partido hegemónico. No se resolvió el tema crucial de un régimen presidencialista cuya fuerza radicaba en la ausencia de competencia electoral y, como consecuencia de ello, en la falta de un verdadero equilibrio de poderes. Ambos aspectos condujeron a la primacía de las reglas informales sobre las formales.
Se requiere para enfrentar esa creciente fragmentación un cambio de régimen, es decir una reforma del Estado. O dicho de otra manera, nuevas reglas en las relaciones de los poderes constitucionales entre sí y con los ciudadanos y sus diversas formas de organización.
La firma del Pacto por México, por la amplitud de los temas planteados y porque sus signatarios son precisamente los tres principales partidos podría estar mandando un mensaje: ese cambio de régimen se realizará a partir de los poderes constitucionales y tendrá por objetivo central reconstituir el poder del Estado. Precisamente por la amplitud de temas tratados su contenido será objeto –y eso es lo deseable– de debates, discusiones y ojalá también precisiones o rectificaciones. Pero el mensaje ahí está.
El segundo mensaje tan poderoso como el primero es el enviado por los actos de provocación en parte, protesta en otra parte y represión estatal. Como señala Sánchez Rebolledo en su artículo del jueves pasado en este diario: Los infames hechos del día primero en San Lázaro y en la Alameda debieran servir de advertencia de lo que puede ocurrir cuando se conjuga el aventurerismo anónimo de algunos grupos violentos con la torpeza represiva de los cuerpos de seguridad.
Pero este segundo mensaje me lleva a recordar lo que Gramsci llamaba una revolución pasiva
o una revolución que no es revolución
. En condiciones de equilibrios catastróficos
o crisis orgánica producto de derrotas contundentes de las elites dirigentes la parte más avanzada del poder político opera una reconstrucción a partir de paralizar la iniciativa de las fuerzas opositoras, sea a través del transformismo
o cooptación o la represión selectiva o ambas.
El tercer mensaje es la tersa toma de posesión del nuevo jefe de gobierno del Distrito Federal producto, qué duda cabe, de la enorme e incontestada votación a su favor, a su vez consecuencia de los buenos gobiernos perredistas previos, pero muy particularmente del gobierno de Marcelo Ebrard. Miguel Mancera, a partir de su visita –aún como jefe de gobierno electo– al Senado, donde ante las principales representaciones partidistas, enfatizó la importancia de una constitución para la ciudad capital; transporta un propósito reformista clave: cómo un verdadero federalismo es indispensable para un cambio de régimen que sea al tiempo democrático e inclusivo.
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