scar Niemeyer, figura central de la arquitectura moderna y fallecido esta semana, expresaba en su vida profesional que el arte estaba en lo sorpresivo. Fue el maestro de la curva, opuesto a la línea recta. Siguiendo al arquitecto creador de la Brasilia, en la corrida de la tarde de ayer no existieron ni la curva ni la sorpresa. Por tanto, el festejo se volvió, una vez más en la temporada, anodino y aburrido hasta la melancolía. Qué lejos se escucha ya aquello de que el toreo es un drama de cauce oscuro y luminoso en que de golpe aparece la magia, el duende de los toreros. En otros es rutina, monotonía, como sucedió con los novillos de Marrón, anunciados como toros, débiles, rodando por la arena y tolerando con dificultades el marcaje de un puyasito. Algunos era tal su mansedumbre que defendiéndose dificultaban la lidia.
Así en esta corrida aburridísima, los aficionados oscilamos entre el oficio de años de Eulalio López El Zotoluco (al que le obsequió dos orejas el juez de plaza, adelantándose a la llegada de los Santos Reyes), la sombra que nos envió el torero alicantino José María Manzanares, que pasó como un fantasma por el redondel, y la novatez del nuevo valor Mario Aguilar, quien desaprovechó un manso bobalicón que no tiraba una cornada, es decir, un torito para haber levantado cabeza y pese haberle dado algunos redondos con transmisión que calaron en el tendido, algo le pasaba que interrumpía la faena al perder la muleta y ésta perdió el ritmo. Seguramente contagiado del ambiente tedioso de la tarde que empezó luminosa.
Lo que para el que escribe levantó la tarde fue una hermosa señora que se levantaba de su asiento en el primer tendido, caminaba por el pasillo rumbo a los túneles y quien sí resultaba una sorpresa; su caminar tenía gracia, mucha gracia, gentileza, esplendor, palmas, y se le sentía los pulsos de los amores vividos. Belleza que enlace a una embriaguez de tiempo tequilero al enfriar la tarde que fue éxtasis sin objeto, en que no sabía si la veía o si se hallaba entre las telarañas de mi inconsciente. Seguramente el mármol sensitivo de su carne transparente por los escotes era mirada brillante de fondo de castañuelas en que triste cantaba la agonía del toreo. La presencia de la bella al regresar tenía olor a prisa, voces y su cuerpo se quedaba imantado a mi mirada.