Sucedió en diciembre
os habitantes de este asilo practican la costumbre de hablar solos. En su situación yo haría lo mismo. A querer o no los oigo mientras hago mis quehaceres. Sus temas no cambian y me los sé de memoria. Jacinto despotrica contra sus nueras, Hortensia recuerda su único viaje en avión, Susana dialoga con su esposo muerto, Darío revive su breve experiencia como cantante de ópera y Rosario conversa con su hermana gemela que lleva tiempo de no visitarla.
La obsesión de Julieta es distinta. Se pasa todo diciembre quejándose hasta con las paredes de que en el asilo ya no celebremos ni siquiera una posada. También lo lamento porque era divertido, aunque muy laborioso para el personal. Todos teníamos que estar muy alerta para impedir que los ancianos, entusiasmados ante la perspectiva de la posada, se rebelaran contra sus terapias y sus dietas.
Lo mejor de todo eran los preparativos. La piñata nos la regalaba siempre un artesano de Neza y no teníamos que preocuparnos por ella. A la hora de la comida se llevaba a cabo el sorteo para ver quiénes irían al Mercado de San Cosme a comprar la fruta, los cacahuates, las velitas, las colaciones, las luces de Bengala.
Hechas las adquisiciones venía el proceso de adornar el patio. Las guirnaldas y farolitos que se colgaban en las paredes y los dinteles eran nuestra floración de diciembre. Dejábamos el ponche para el último. Prepararlo era una ceremonia incensada por el olor de la canela, las guayabas y los tamarindos.
La etapa más difícil resultaba el momento de elegir a quienes encabezarían la procesión llevando a los peregrinos. Nunca faltaba alguien que se sintiera más digno de ese honor que los seleccionados. Por esa diferencia de opiniones hubo gritos y distanciamientos, pero sólo una vez el desacuerdo terminó en pleito callejero.
Recuerdo a Danilo con los puños en alto y las mangas dobladas provocando a Félix. Este aceptó el reto, pero antes tuvo la precaución de encargarme su dentadura nueva para liarse a golpes sin riesgo de que su contrincante se la rompiera.
Ante nuestra inquietud el encuentro se prolongó cinco minutos y no dejó víctimas. Los pleitistas no hicieron más que dar vueltas uno en derredor del otro diciéndose insultos. Pese a su furia jamás acertaron un solo golpe; sin embargo, quienes presenciaron el combate afirman que fue brutal, terrible, sangriento.
Me he dado cuenta de que Félix y Danilo jamás lo desmienten, sobre todo cuando se aborda el tema en presencia de una nueva enfermera a la que necesitan impresionar. Ese silencio cómplice, inútil, entre Félix y Danilo los hace más amigos y los vuelve más jóvenes.
II
Al contrario de Julieta, Ana celebra que hayamos suspendido nuestra posada anual. Con eso está segura de que no volverá a sentir la tentación de desviarse desde el Mercado de San Cosme hasta Sadi Carnot. Todo el tiempo repite la experiencia que tuvo. A mí me gustaría que la olvidara como lo hace con la llave de su cuarto, sus medicinas y sus lentes. Pero no: recuerda al detalle cada minuto de aquel día en que a las once de la mañana le entregué la lista de compras y el dinero.
Me consta que se fue de aquí feliz de pensar que iba a recorrer el mercado al que había ido durante años y con la esperanza de encontrarse con sus antiguos marchantes. No vio a ninguno; en cambio localizó el puesto de colaciones y frutas secas adonde llevaba de niño a su hijo Artemio. Él había prometido visitarla el 25 de diciembre, pero su ansia por abrazarlo le inspiró adelantar el encuentro.
Caminando era posible llegar en unos minutos al edificio en donde vivían Artemio y Claudia, su mujer. Cuatro años atrás, cuando Ana enviudó, la habían acompañado hasta el asilo en donde pensaron que ella se encontraría más cómoda que en un rincón de su departamentito en Sadi Carnot.
Amorosos, tiernos, hijo y nuera permanecieron junto a ella las dos horas que se prolongaron los trámites de ingreso. Sonrientes, empujando su silla de ruedas con la expresión orgullosa de dos padres jóvenes que impulsan la carriola de su bebé, la acompañaron hasta su cuarto: 118 M. Antes de que Ana tomara posesión de su nuevo alojamiento, Claudia celebró la magnífica luz, la suavidad del colchón y la amplitud del clóset.
Artemio no dijo nada. Se limitó a sostener entre las suyas la mano de su madre. Cuando se escuchó el timbre que señalaba la hora de comida, Artemio se hincó frente Ana, le pidió la bendición, le repitió una vez más que si no se la llevaban a vivir con ellos era por lo reducido de su departamento. Ana le dijo que no se preocupara, comprendía; él, a cambio de esa aclaración que exculpaba, le juró que iba a dedicarle la mañana de todos los domingos.
Al principio la promesa filial fue cumplida puntualmente. Luego las actividades de Artemio se fueron complicando con horarios de trabajo extra y obligaciones impostergables que sólo le dejaban libre algún domingo de cada tres o cuatro meses. El último había caído en agosto. De entonces a diciembre él y su nuera la habían llamado algunas veces, siempre con mayor prisa, y nada más para preguntarle cosas relacionadas con su condición de anciana enferma. Al final de esas conversaciones él se disculpaba otra vez por no invitarla a vivir a su departamento argumentado la falta de espacio.
La aparición de una familia en el mercado de San Cosme intensificó el ansia de ver a su hijo y abrazarlo. En el fondo Ana abrigaba la secreta esperanza de que Artemio, al verla, sintiera el deseo de convivir con ella al menos unos días de diciembre y a costa de cualquier incomodidad.
Ana dejó la compra para más tarde y se echó a caminar venciendo la resistencia de sus piernas y el miedo de perderse. Se sintió como una conquistadora cuando reconoció el edificio de fachaleta verde. Subió dos escalones y oprimió el timbre marcado con el número siete. Se pegó al interfono en espera de respuesta. No la obtuvo y de nuevo apoyó el índice en el timbre. La portera que barría la calle le aconsejó que no lo hiciera. Los inquilinos del departamento siete se habían cambiado en agosto a una casa cercana de la que ignoraba la dirección.
Ana no preguntó más. Como sonámbula volvió al mercado, compró lo necesario para la última posada y de prisa regresó al asilo. Pasó noches enteras preguntándose si debía decirle a su hijo que estaba enterada de su mudanza o esperar a que él le diera la buena nueva. Cuando Artemio por fin la llamó le hizo las preguntas habituales y se disculpó, lo mismo que otras veces, por no poder llevársela a vivir con él a causa de lo que ella sabía: falta de espacio.
Desde entonces Ana no ha vuelto a salir. No le ha dicho a su hijo que sabe lo de su mudanza. Espera, creo que inútilmente, que un día él la llame y le diga: Mamá: tenemos un cuarto para ti
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