Opinión
Ver día anteriorLunes 24 de diciembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Aprender a Morir

Cómplices de eutanasia

A

leguas se veía que su salud se deterioraba y la debilidad iba en aumento, y aunque su ánimo y actitud afectuosa seguían intactos y su mayor preocupación era no alterar el ritmo de los otros, cada día le resultaba más difícil mantener su andar airoso y el talante alegre que a todos cautivara.

No es que fuera muy mayor o hubiese tenido demasiados achaques a lo largo de su cálida existencia, en la que repartió cariño e incluso seducción ante propios y extraños, sino que de pronto, como suele ocurrirle a la mayoría, se vio sorprendida por la vejez, la aparición de achaques sucesivos y el creciente deterioro de sus facultades.

El apoyo incondicional de su familia pronto se tradujo en fatigosas citas con especialistas, laboratorios, análisis, diagnósticos, me- dicamentos, dietas y cuanto ofrece la llamada industria de la salud, que como tantas otras cosas en el mundo aún carece de su contraparte, la industria de la terminación sensata, entendida no como medidas coercitivas, sino como opción libre y derecho de infinidad de pacientes en el mundo, terminales o no.

Que si era la tiroides o un corazón crecido o un tumor maligno; que había que sacarle radiografías y un electrocardiograma, o dos o tres, sólo para comprobar que su corazón, tan amoroso como resistente, no dejaba de crecer; que si aquellos medicamentos no habían sido eficaces probablemente estos sí, etcétera, pues la industria de la salud no se anda con cuentos a la hora de enfrentar la enfermedad y desafiar a la muerte, que equivocadamente se piensa que es lo opuesto a la vida.

Otro especialista dijo que la veía un poco cianótica y que el tumor había crecido; prescribió diuréticos además de lo que tomaba para el corazón y la tiroides. Luego de pesarla comprobaron que estaba más delgada, agotada y con una tos muy fea. Después su estado empeoró. Nos miraba fijamente y sus ojos suplicantes parecían decir: por favor ayúdenme, ya no puedo más. No resultó fácil la decisión de dormirla, pero a la vez fue el último acto de amor hacia ella. Como si supiera lo que venía, tranquilamente se dejó inyectar, primero un calmante y luego la otra inyección. En menos de dos minutos dejó de padecer.

Fue una perra muy querida y una gran compañía a la que extrañamos mucho. Líbrenos la Iglesia, la Ciencia, el Estado y la dócil sociedad de hacer lo mismo con los seres humanos. Piedad para los animales y ortotanasia o muerte correcta para las personas.