a ciudad de México que en 1975 Juan Soriano evocaba desde París, en el taller de litografías de Bramsen, estaba más cercana de la descrita por Humboldt que de la capital mexicana de entonces. Sus ojos veían el canal de la Viga, los ríos de La Piedad o de Churubusco, sus oídos escuchaban el rumor del agua viva fluida como el tiempo. Para Juan, la ciudad a donde llegó en 1936 seguía siendo la misma. Y otra. Para mí, el único recuerdo de un río en la desbordante capital eran los desbordamientos del de La Piedad. Inundaciones que desquiciaban las manecillas de los relojes y las fechas de los calendarios. Drama de adultos, recreo y regocijo de niños que no pedíamos sino embarcarnos para navegar por las calles vecinas.
Una pregunta me trotaba en la mente al escuchar las nítidas descripciones de Soriano sobre una ciudad que, todavía en el 36, recorrían los ríos y canales, donde los espejos de los lagos devolvían al cielo su imagen: ¿por qué otras personas, de su edad, aparte tal vez Fernando Benítez, quien miraba la Venecia de América con el mismo asombro de Cortés y los evangelizadores, no hablaban de esa otra ciudad, tan cercana y tan lejana, donde aún fluía el agua, antes de ser entubada y cubierta de asfalto? Las imágenes, vívidas y precisas, evocadas por Soriano, ¿se debían, como pensé durante algunos años, a una memoria particular a los pintores? No solamente. Otras personas de su generación, al ser interrogados sobre esa ciudad donde aún no reinaba el auto, desempolvaban viejos recuerdos de ríos y canales. Imágenes borrosas de una ciudad que los asombraba, al evocarla, descubriéndola como el forastero descubre una ciudad vecina, extranjera. Si Juan podía acordarse con tal precisión de la capital mexicana en el 36, no era sólo por su mirada de pintor, ni porque de ese año databa su primera visión de la urbe. Eran, sobre todo, sus largas ausencias del país las cuales, al imponerle con fuerza brutal los cambios, le imprimían en la amnésica memoria, con la misma brutalidad, las apariencias desaparecidas, ajenas a huellas y vestigios, reales y vivos. Cuando se ve a diario a un amigo o un simple conocido, no pueden verse los cambios. Son tan leves… La memoria se acostumbra y olvida. El choque del cambio, cuando un recuerdo sigue intacto, es escalofriante. Vi a mi padre, envejecido de súbito para mí, ya cercano a su fin, cuando quienes lo vieron día tras día no podían ver su naufragio.
Si no recuerdo al río de la Piedad antes de ser entubado, puedo ver, superpuestas, las distintas ciudades de México a cada uno de mis regresos a ella. Tras su actual fisonomía, sigo viendo, apariciones para nada fantasmales, los rasgos de sus antiguos rostros.
A pesar de mis años de ausencia –salí de viaje en 1975– no logro extraviarme, con todo y mi gusto por los extravíos, en una ciudad que es la protagonista y enigma de mis novelas: Calzada de los Misterios, que presento en enero, la recorre en 16 capítulos titulados con nombres de sus calles. La reconozco, guío a jóvenes taxistas, a amigos de edad, en el laberinto más grande del mundo
. Transformaciones ostensibles en tres de mis regresos a México no lograron perderme: la destrucción de arbolados camellones, donde el doble sentido no era un albur, convertidos en ejes viales; la erección de autopistas urbanas
, malos dibujos de historietas de ciencia ficción de una modernidad
aerodinámica, sin concebir, ¿por qué no?, ciudades superpuestas bajo las cuales un arqueólogo descubrirá nuestra vieja ciudad como se descubre Troya; el Metrobús con que se atentó, con alevosía y ventaja, a la belleza de, lo digo con la mexicana expresión: la más grande del mundo
avenida Insurgentes.
En París la tala de un árbol o la restauración de un viejo edificio causa polémicas. Comprendo, pues, que el turista no vea cambios
donde el parisiense ve cambiado
su barrio. Al menos desde Haussman, quien destruyó el laberinto favorable a los levantamientos.
Dejemos crecer el laberinto.