os separan, al mar y a mí, unos cuantos centenares de mezquites torcidos, dispersos amates esmirriados y crudamente desnudos, madroños ralos y un par de nopales inmensamente viejos. Uno que otro agave al filo de sus puntas, una cantidad incalculable de lagartijas, iguanas, camaleones. Y, por último, las manos firmes de la arena con sus palmas abiertas.
El océano ruge inconsciente como un borracho que no pudo más y, desplomado, ronca la incesante derrama de jeroglíficos que expulsa al aire su hocico descomunal, que va de aquí al Japón y la Indochina de algún conquistador que así la llamó, por esa pereza europea de si no es India es China
. Para ellos, simplones, todo lo demás
eran Indias.
De lejos reconozco el hábitat de los pelícanos en los islotes de roca que, ni fu ni fa de las olas, parecen contemplar impávidos y pálidos los asuntos de las costas. Desnudo tente en pie de materia quizás volcánica y como sea telúrica en la médula, uno de los islotes reina por su tamaño y altura. Allí transcurre la algarabía callada de los pelícanos solitarios, como hombres reunidos por casualidad en un bar que, por pasar el tiempo, rumian lo que traen en el buche.
Llegado el momento, sólo ellos conocen cuándo, extienden la entera envergadura de sus alas y, más que volar, flotan en V como una flecha colectiva, rítmicos, callados, elementales. No reinan en nada, y sin pretender exclusividad poseen para sí las costas pacíficas del continente entero, de norte a sur la línea continua más larga de la Tierra. Los trópicos les vienen guangos y el ecuador también, gracias. Más rápidos que feroces, por segunda naturaleza pescan, como patos en un estanque, en las lagunas pasajeras al medio de las aguas que dejan regadas por el horizonte las mareas cansadas de atravesar el mundo.
Hay algo inmóvil en ellos cuando se alzan, y en eso me quiero detener: una cosa potente y a la vez ingrávida en el como si nada de abrir los brazos con dejadez y tino para dejarse llevar sobre las greñas de la espuma que arremete contra la tierra y se alejan sobre las espaldas de la serpiente azul que no empieza ni termina, como la sal de su nombre, como su vuelo de pelícano o su paciencia casi campesina a salvo de todos los reinos.
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En las barbas del mar, crespas y encrespadas, los irreverentes pelícanos circundan las fronteras terrestres del águila, aquí donde el océano se despeña en el azul plomizo de la distancia más inmensa. Los bancos del delta, aplanados por el viento, se hacen mar sin darse cuenta. Los acantilados, convertidos en cagadero de albatros y gaviotas, se bañan en la violencia de la espuma. Ahí se están las otras aves con su burla, hasta que llega el pelícano y con parsimonia los hace ahuecar el ala.
Las capas del azul cubren el lienzo entero. Pautan a los pelícanos las líneas sutiles de ágata pálida arriba y abajo del horizonte. Son al fondo lo que hay, mar y cielo.
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En la mitología clásica, los pelícanos eran un pájaro loco que se arranca el corazón para alimentar a sus crías. Esas eran ganas de no ver la utilidad del buche, que dota a estas aves prácticas de un morral de miedo, un costal hondísimo, un fantástico reservorio de alimentos. Pescan, conservan fresco el producto, proveen a la prole, y se guardan en la retina lo que se vuele entremedias.
La ciencia antigua también les atribuyó actos terribles: Se dice que tanto ama el pelícano a sus pequeños que hasta llega a matarlos con sus garras
, escribía el misterioso teólogo Honorius de Autun 900 años atrás en Speculum de mysteris ecclesiae. ¿Pero de cuándo acá tiene garras?
Bien rolados como seres vivientes, viven largo y se dice que no tienen depredador, ni siquiera el hombre, que ya ven que se va contra todo lo que su mueve, como predador supremo que es.
El camarada pelícano se las arregla nada mal. Siempre me ha parecido una creatura que se divierte. Socarrón, mañoso, presto a saquear la cosecha del día a los pescadores en ruta al puerto, se avienta unos clavados estupendos, empina vuelos rasantes o en picada, kamikaze que fuera, para resurgir invicto y retribuido de las olas y de las redes llenas.
Café, blanco, gris. Sus diferencias son menores. Una especie igualitaria y, si forzamos el símil, democrática al estilo maya. No el de los sangrientos reyes de la antigüedad que mandaron adornar la selva, sino el de los mayas aldeanos de ahora, donde cada uno es cada quien pero cuando vuelan juntos conforman un sólo cuerpo ágil que lleva dirección y no necesita permiso de nadie.
Para terminar, sus plumas: son correosas e impermeables, como todo en ellos. Acaban por morir de viejos, de cualquier manera. Acaso se apartan en silencio, como los ancianos en La balada de Narayama, de Shohei Imamura. Sus restos duran un rato limpiándose en el ir y venir de las mareas, hasta que su dura ceniza al fin se borra.