n la oportunidad de mis años mozos hubo una locación de esta ciudad que era un escondite inaparente, territorio de aventuras o la ilusión de ellas, en la inmediación de un bosque rudo entre el agua y la muerte. Y allí, una zona arqueológica no por moderna menos abandonada. Una fuente maltratada, y pese a su vocación, seca, obra nada menos que de Diego Rivera. Y no cualquiera: una de las más, si no la más pacheca de sus megalómanas empresas: un monumental Tláloc despatarrado, ideado para un ojo de ave, un espectador en avión o el diafragma de una lente satelital (que hacia 1950, cuando hizo su fuente, no existían; ya la han comparado con Nazca).
Lo más loco no estaba en su masividad pétrea (que se le daba a Diego, ya ven el Estadio Universitario), sino en su aspecto de caricatura. ¿Se reía de la temible deidad antigua? No eran monitos en el sentido pop/cantinflesco del Teatro Insurgentes, sino un profundo tête-a-tête entre el monstruo, el sapo, el genio Diego y el bendito señor de las aguas.
Nombre del enclave: Cárcamo de Dolores. A cosa de 100 metros, el gran panteón de la ciudad hervía de huesos. Cerca abría sus fauces la fosa común, en abandono relativo también. Un reguero de esqueletos medio enterrados. Por lo demás, el enclave de Diego era vecino inmediato de otros restos arqueológicos, del periodo anterior: cuatro torres inquietantes, parte de la obra hidráulica porfiriana de Molino del Rey: medievales, absurdas en sus repetitivos ruedos de maleza en el confín de la entonces nueva
sección del Bosque de Chapultepec, inaugurada en 1964 por Uruchurtu y Díaz Ordaz. Hubieran servido para una escena de Hitchcock, Wells o Buñuel.
El delirio de Diego dio para más. Se trataba de recibir a las aguas verdaderas y cantarles una oda de anfibia alegría, así que ideó un mural subacuático para los torrentes que vertían los ríos Lerma y Cutzamala. Mala idea encantadora. Los materiales de la Dupont no resistieron, la pintura se echó a perder y su abandono se sumó al del resto del conjunto, reducido a su fin utilitario hasta donde dio de sí, en 1992. Cuando las aguas liberaron el mural, del sueño de Rivera quedaban trazos, intenciones, residuos.
Viejo diablo. Aunque se tratara de un trabajo de su periodo tardío, Diego ya muerto se consiguió su Bonampak particular ¡a un costado de la avenida Constituyentes! Pintado en un hoyo dentro de un edificio cuadrado, bajo la única cúpula que el muralista dejara en blanco, debió esperar la llegada de los arqueólogos restauradores para revelar sus maravillas. Pero en los años-pedernal de una sesentera mocedad de tantas, las ruinas dieguinas ya eran lo más surrealista en el legado del artista total que fue, y miren que tuvo a su alcance, le gustaran o no, el arsenal entero y toda la experiencia surrealista en existencia.
Con el nuevo milenio se le restauró a conciencia. Y brotó para el público la cara interior de esa Sixtina otrora húmeda, su canto al líquido, su apego comunista, racional y firme a las teorías de Oparin sobre el origen de la vida (en uno de los catecismos más decentes que recuerdo). Lo que los ríos cubrieron y arruinaron (Diego quería que sus creaturas nadaran ahí), constituye un simpático Oparin ilustrado
, poblado de amibas y diminutos bichos en evolución cósmica.
Un recinto pródigo en trucos, como ese de la crisma del Tláloc de afuera con un segundo rostro boquiabierto (¿Jano?) por arriba del rostro de la fuente mirando adentro, mientras el estanque-mural añade a la piedra un par de palmas abiertas y juntas (¿guiño a Siqueiros?), que recibirían el providente flujo fluvial para derramarlo en la ciudad. Dentro del cárcamo encontramos, por lo demás, el color y la alegría del mejor Diego, reminiscente de los techos sensuales en la capilla masónica de Chapingo y en la Secretaría de Salud.
Hoy que lo han vuelto museo, ganó el conjunto concebido por Diego. Le pusieron un sensato terraplén a la fuente, así que no se necesita helicóptero para darse idea del sensacional monigote que danza pegado al suelo brotando de un espejo. Y además agregaron al cárcamo otra pachequez sofisticada, la Cámara Lamdoma de Ariel Guzik, la cual interviene sonoramente el espacio de Rivera y sus gargantas lo inundan con una canción incesante como el agua.
Así lo describe Eduardo Vázquez Martín, poeta y director del museo de sitio: Este instrumento, mediante un complejo, enigmático y sorprendente mecanismo, conecta las aguas que asisten a este punto tras un viaje de cientos de kilómetros, desde Michoacán y el estado de México, y hace aparecer un canto, desconocido hasta la aparición del instrumento
(en el libro, útil guía, si uno sobrevive a los prólogos de Marcelo Ebrard y sus funcionarios, para el visitante del templo acuático y sus pinturas, El agua, origen de la vida en la Tierra. Diego Rivera y el Sistema Lerma, 2012). La Cámara de Guzik garantiza hoy el viaje riveriano por, exactamente, $21.50. Rásquele al monedero y vaya.