aía una ligera llovizna cuando pisó suelo tropical a finales de los años 80. Su largo cabello gris, su luenga barba ensortijada a punto de ser blanca y sus pasos casi suspendidos por encimita del suelo, nos hacia entornar los ojos entre la niebla pues, en el relámpago del instante, lo que se veía era la viva imagen de Antônio Vicente Mendes Maciel, O Conselheiro, el entrañable personaje de Los Sertones, de Euclides da Cunha, y de La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa.
“Surgió en Bahía el anacoreta, con cabellos que le llegaban hasta los hombros y barba larga y desgreñada enmarcándole el rostro… donde surgían los ojos fulgurantes, enfundado en hábito de mezclilla”, dice da Cunha del Conselheiro. Era imposible saber su historia, agrega Vargas Llosa al retrato, pero algo había en su facha tranquila, en sus costumbres frugales, en su imperturbable seriedad que, aún antes de que diera consejos, atraía a las gentes
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Cuando ya estaba cerca y la neblina disipaba la sorpresa, no cabía duda ninguna. La esbelta figura que caminaba enmarcada en el horizonte verde de la selva, y de la que irradiaba una sonrisa a un tiempo alegre, luminosa y tranquilizadora era Mario Vázquez, el gran museógrafo mexicano.
Llegaba a Tabasco a coordinar la factura del museo de sitio de la zona arqueológica de La Venta, cobijado por un conjunto arquitectónico de grandes palapas erigidas por las diestras manos de campesinos pescadores del litoral de Campeche.
Lo había conocido apenas un año antes, cuando era el museógrafo en jefe del Museo Nacional de Antropología. Todos lo miraban con admiración. La palabra de Mario alumbraba enseguida la solución a todos los problemas. Junto con otros grandes amigos, su solidaridad había salvado la última etapa de la restauración del ex convento de Santo Domingo de Oxolotán, en el lindero entre Tabasco y Chiapas: gracias a ellos y a un camión repleto de materiales museográficos pudo erigirse su museo de sitio, el espacio que contaba su historia.
Lo que no sabía en aquel momento es que Mario Vázquez tenía tras de sí una vida de grandeza. Habiendo sido bailarín, una lesión en la rodilla lo acercó al trabajo en los museos desde su primera juventud, en los tardíos años 40, para gloria de la difusión del patrimonio cultural mexicano. Las primeras enseñanzas en su oficio las recibió de Miguel Covarrubias y Fernando Gamboa. Fue asistente del segundo en la exposición Autorretrato mexicano, en la que conoció a Diego Rivera, al Dr. Atl, a David Alfaro Siqueiros, a Francisco Goitia, a José Chávez Morado, a El Corcito. Años después trabajó en la creación de la museografía del Museo Nacional de Antropología, en la que compartió afanes con Iker Larrauri, Alfonso Soto Soria, Constantino Lameiras, coetáneos que imaginaron y, con sus manos, construyeron una manera de observar el legado que es nuestro patrimonio cultural.
Las manos y la mirada de Mario Vázquez han recorrido prácticamente todos los museos de México. La delicada manera de presentar a nuestros sentidos nuestra historia cultural hace que, cuando cruzamos el umbral de estos recintos de las musas, Mario nos enseñe que las vasijas, las estelas, los tejidos, todas las piezas del arte de nuestra tierra, son hoy racimos de vida mexicana. Podemos ver allí cómo se despliegan los gestos, los colores, la esperanza, los ideales en los que se ha modelado el rostro de los hombres y mujeres de nuestro país. Cada mirada nuestra les da una vida nueva.
Así se manifiesta el delicado arte de prestidigitador de Mario Vázquez. Escuchándolo y viéndolo se aprende que por más cuidado y acabado que sea el conocimiento, será siempre incompleto si no encuentra una mirada, si no encuentra al otro, a los otros que lo completarán. Con su sonrisa –que no se va nunca, ni en la más intensa discusión–, su inmensa sabiduría –hasta logró que un aficionado loco por el beisbol entendiera las claves de la estrategia defensiva de los Acereros de Pittsburg– y sus maneras suaves, Mario ha hecho que generaciones y generaciones de mexicanos hayan dialogado con nuestro pasado, y con ello, hayan sumado su mirada a la construcción de nuestra identidad.
Gracias a Mario Vázquez y su proyecto La Casa del Museo, vieron la luz en México los museos comunitarios, recintos en los que los hombres y mujeres de muchos de nuestros pueblos escriben y difunden lo que ellos deciden qué es su historia. Esta forma del pensamiento humanista, que lo enlaza también con Paulo Freire, es la raíz de lo que hoy se conoce en el mundo como movimiento de la nueva museología y que, siguiendo sus enseñanzas, se inició en Canadá a principios de los años 70.
Es el único museógrafo que desentraña el ritmo y la cadencia que necesita una exposición o un museo recorriendo sus salas mientras ejecuta una serie de grand jeté en tournant, la pirueta que tanta fama le otorgó a Mikhail Baryshnikov. Y sí, así lo hizo Mario Vázquez en el viejo Museo Histórico de Monterrey una medianoche ante la azorada mirada, las risas y las manos de decenas de jóvenes restauradoras que preparaban las piezas para ser exhibidas. Su cuerpo parecía recordar que el Gran Sertón: Veredas, de Joao Guimaraes Rosa, se escribió pensando que formaba parte de la trilogía Corpo de Baile.
Sí. Desde que lo conozco he pensado que la palabra Mario rima con Magisterio. Por eso siempre le podremos cantar la cantiña que se escuchaba en el sertón a finales del siglo XIX cuando el mal, la miseria del mundo o la ignorancia se querían apoderar de la vida: Mas ahí está O Conselheiro/ Para delle nos livrar.
En la celebración de tus 90 años te digo desde aquí: ¡Salud, Mario! ¡Gracias por todo!
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