Opinión
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Nagisa Oshima (1932-2013)
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e la llamada nueva ola del cine japonés de fines de los años 50, quizá sea el recién fallecido Nagisa Oshima el representante más llamativo por su rechazo total a las convenciones que hasta entonces dominaban en la cinematografía de su país. Claramente influido por Jean-Luc Godard y Luis Buñuel, Oshima se interesó primordialmente en la combinación de la sexualidad y la política (o la política de la sexualidad) y en atacar el viejo orden, representado por los rituales familiares y, en general, todo los elementos sociales que él identificaba como derivados de una mentalidad imperial.

Si algo caracteriza el estilo del realizador es su falta de un estilo definido. Oshima alteraba de manera proteica sus estrategias formales de acuerdo con el tema en cuestión. Y ciertamente su cine está radicalmente alejado de las nociones usuales de entretenimiento. Sobre todo en sus inicios, su obra es difícil y hasta cierto punto hermética. Es un cine que provoca al espectador, abordándolo directamente a él en su afán cuestionador.

Oshima estudió leyes, pero nunca ejerció la abogacía. Fue un apasionado de la política y, por lo mismo, jamás se afilió a un partido. Su entrada al cine fue desempeñando chambas –asistente de director, sobre todo– en la productora Shochiku. Aunque esa fue la compañía que produjo sus primeros esfuerzos de director, pronto se independizó para no depender de las decisiones ajenas. Su opera prima fue Una ciudad de amor y esperanza, de 1959. (En algunos casos he usado la traducción literal del título, a su vez traducido del inglés).

Por desgracia, la mayor parte de su obra primera, la que marcó la ruptura con los cineastas que lo precedieron, no se exportó hacia occidente. Fue hasta 1968, con la nada concesiva Muerte en la horca, y 1969, con el singular Diario de un ladrón de Shinjuku y la dura Boy que el nombre de Oshima empezó a llamar la atención de este lado del mundo. Curiosamente, dentro de la escasa difusión que ha tenido el cine nipón en México, a partir de La ceremonia (1971), obra capital sobre la destrucción de una familia cimentada en el ritual, el resto de su filmografía se ha conocido de una forma u otra en nuestro país.

Así, Querida hermana del verano (1972) fue distribuida por la Universidad Nacional Autónoma de México. Su película más vista, El imperio de los sentidos (1976), venció con retraso los prejuicios de la censura, entonces dominante, y se mantuvo largo tiempo atrayendo morbosos a una sala de la cadena Alatriste; su complemento, El imperio de la pasión (1978), se comercializó hasta en video. Después siguieron los proyectos con los que Oshima intentó internacionalizar su carrera: Furyo (1983), curiosa exploración de la tensión homoerótica que surge entre el comandante japonés de un campo de concentración y uno de sus presos ingleses, y Max, mi amor (1986, programada años después en el canal 22 por quien esto escribe), fallida colaboración con el guionista buñueliano Jean-Claude Carrière, sobre el idilio entre una mujer y un simio.

Debido a problemas de salud, Oshima se mantuvo alejado del cine, aunque no de los estudios televisivos. Además de haber dirigido varios documentales para ese medio, también fungió de conductor. Su última realización fue Tabú (1999), una de sus raras incursiones en el género del jidai-geki, la primera y hasta donde sé la única película que ha tratado el tema del amor gay en el contexto de los guerreros samurai.

Gracias a Internet y a los videos no necesariamente legales, la perturbadora obra de Nagisa Oshima puede apreciarse aunque sea en la pantalla doméstica. Sin embargo, no estaría mal que alguno de los tantos festivales de cine que ahora abundan en México programara una retrospectiva completa, como lo hará el festival de San Sebastián este año.

Twitter:@walyder