n su aclamado libro sobre la historia ambiental del siglo XX, publicado en el año 2000, J. R. McNeill concluyó que el mundo, y por supuesto los seres humanos, estaban viviendo un gran experimento sin control
. En realidad el historiador estadunidense lo único que hacía era documentar con un detallado alud de estadísticas lo que otros pensadores como Erich Fromm, Edgar Morin y Arthur Koestler habían advertido años atrás. En especial, este último, uno de los gigantes del pensamiento crítico del siglo pasado, había señalado en su obra The ghost in the machine (El fantasma en la máquina, 1967) que el mundo se dirigía hacia el colapso (la era clímax, le llamó), con todas las curvas de los indicadores disparados hacia el cielo. McNeill derivó su conclusión del crecimiento exponencial, aparentemente indetenible, de la población humana, las ciudades, el uso de la energía, los minerales y el agua, la contaminación industrial, el PIB global y otros indicadores.
En plena consonancia con esta idea del mundo convertido en laboratorio, y posiblemente sin conocerla, el microbiólogo francés G. E. Seralini dio a conocer el año pasado su libro Todos somos ratas de laboratorio, apenas unos días después de haberle mostrado al mundo los enormes tumores de los riñones e hígado de las ratas alimentadas por dos años con el maíz transgénico producido por la compañía Monsanto (ver: www.ogm-alerte-mondiale.net), la misma que ha hecho todo lo posible por introducir su cereal genéticamente manipulado en la cuna del maíz, es decir, en México. Todo indica que Seralini se sacó el tremendo título de una sencilla extrapolación: dada la expansión de los cultivos transgénicos por todo el planeta, y especialmente la del maíz, los seres humanos estamos siendo utilizados como ratas de laboratorio por las gigantescas corporaciones y por los científicos que trabajan en ellas y para ellas, y cuyo objetivo final es el lucro. Tan sólo en 2012, Monsanto facturó 14 mil millones de dólares y tuvo ganancias por unos 2 mil 600 millones de dólares.
El experimento sin control tiene dos poderosos motores, alimentados por un mismo impulso. Uno es económico, el otro cognitivo. Uno se llama capitalismo, al otro le denominan ciencia. Entre la ambición desbocada del mercader y la insaciable sed por conocer del investigador hay pocas diferencias. Ambas obedecen a los mismos impulsos de control y poder. Poder sobre la competencia y control sobre la naturaleza o viceversa. La ceguera humana en los actores modernos convertidos en piezas especializadas de una gran maquinaria se ha vuelto invisible. El resultado de combinar estas dos acciones, en las que el lucro mueve al cada vez más poderoso aparato de conocimiento, es explosivo: cada vez el mundo se convierte más y más en un inmenso experimento sin control. ¿Evidencias? Permítanme señalar algunas de las más notorias. Cada año los autos matan a un millón de ciudadanos y dejan heridos a entre 20 y 30 millones; cada año se construyen más autos. Sólo en Europa existen 40 mil sustancias potencialmente tóxicas que no han sido analizadas. Mientras tanto, los casos de cáncer que aparecen a un ritmo de 13 a 14 millones al año van en aumento (http://globocan.iarc.fr/factsheets/populations). En Sudamérica el mar de soya transgénica ha reducido la variedad de paisajes, vegetaciones y biodiversidad de 47 millones de hectáreas (la cuarta parte de México) de cinco países en un monótono terraplén de una sola especie. Por el cambio climático los glaciares de todo el mundo (Himalayas, Alpes, Andes, etcétera) se reducen día a día y amenazan con dejar sin agua los principales ríos que riegan las áreas con los alimentos de más de mil millones de seres humanos. Un suceso ampliamente festejado simboliza la vigencia del experimento: el 20 de mayo de 2010 la revista Science publicó una noticia considerada histórica: el científico Craig Venter y su equipo de investigadores crearon un genoma totalmente artificial en un laboratorio. Venter patentó de inmediato la que llamó la primera forma de vida creada por el ser humano, y la bautizó como Mycoplasma laboratorium. ¡Hoy, como si fuera un dios, el supermono crea la vida, y de inmediato la convierte en mercancía!
¿Se detendrá el experimento? No en el corto plazo. Hoy decenas de millones de ciudadanos pertenecientes al grupo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) son preparados, aleccionados, entrenados para unirse de la manera más dócil posible al experimento. Otros países le siguen: más energía, minerales, agua, concreto, plástico, vidrio, tecnología, transporte. La velocidad a la que estos nuevos depositarios del progreso adquieren los niveles de confort anhelados es aún mayor al ritmo en que lo lograron Europa, Japón o Estados Unidos. Éstos padecen dramáticamente una crisis irresoluble por haber buscado y alcanzado justamente esos estándares de despilfarro. Las cifras conmueven. A finales de 2012, Estados Unidos era una sociedad en bancarrota: su gobierno federal, estatales y locales, sus hogares y sus empresas financieras, deben 55.3 billones de dólares. A la gigantesca deuda se agregan millones de desempleados y el estancamiento de los salarios. Mientras tanto en Europa las fiestas navideñas no dejaban de ocultar que 18.8 millones de personas de 17 países buscaban trabajo. Y el experimento no se detiene por una simple razón. Hay un sector, que representa a menos del uno por ciento de la población, humana que se beneficia de él. De acuerdo con Bloomberg, en 2012, de los 100 hombres más ricos del mundo sólo 16 perdieron; el resto ganó, y mucho. C. Slim, B. Gates, A. Ortega, W. Buffet y otros 80 incrementaron sus fortunas en 182 mil 800 millones de dólares. En su fase megamonopólica, el capitalismo sigue dando buenos resultados, aunque sea a cada vez menos.
En el libro arriba citado, A. Koestler hizo notar que además del conjunto de curvas ascendentes, explosivas y exponenciales, había otra serie de curvas que descendían tanto como aquéllas subían. Él las llamó las curvas de la ética. Yo las llamaría las curvas de la sabiduría: las curvas de la moral social, la ética individual, el espíritu cooperativo, la solidaridad, la prudencia, el arte de tolerar, la amistad, la compasión. Ello define la conciencia de especie. Sólo enderezando estas curvas dejaremos de ser lo que la mayoría no se atreve a aceptar: simples ratas de un laboratorio planetario.
Para Emily (1928-2013), quien nos enseñó a vivir con dignidad, a pesar de todo