El placer y el dolor de la autopista
na disputa muy graciosa se centra en torno a la cuna de la civilización más antigua del mundo. En el polvo de Damasco –en ella se ha encontrado vestigios de vida sedentaria que datan de 12 mil años– y en los suelos de Göbelli Tepe, Jericó, Çatal Hüyük, Shush, Ur, Plovdiv, el Valle del Nilo, el Golfo de Cambay, Mohenjo-Daro, Las Shicras, Kambat, La Venta y Cuicuilco, además, por supuesto, de las ciudades griegas, se acumulan los milenios: uno, tres, seis o nueve. Digamos diez. Hagamos de caso que esta manifiesta necedad llamada civilización tiene diez mil años de existencia. Bien: durante nueve mil novecientos de esos años los humanos se las han arreglado sin autopistas (y, por supuesto, sin automóviles) pero no es fácil tener en mente ese dato cuando uno se agarra de un volante como una garrapata se prende de la dermis y enfila hacia alguna salida urbana para tomar una autopista.
A menos que el coche se encuentre en mal estado y vaya dejando un reguero de tornillos por el camino como para identificar la ruta a la hora del regreso, o que en nuestro vehículo viaje alguien que se tira pedos, la experiencia es característica y sublime; acaso, lo más parecido al vuelo para quienes carecen de conocimientos y licencia para pilotar aviones. Tal vez por eso entre las clases medias y altas de este periodo Cuaternario Neozoico –para las cuales se ha diseñado, con fines de dominio y de consumo, la parafernalia civilizatoria actual–, el viaje en autopista o autovía parece una vivencia consustancial al mundo y a la naturaleza. Pero qué va: los más antiguos de esos caminos apenas llegan a los cien años. Los más antiguos fueron construidos en 1908 (Long Island Motor Parkway, vía de peaje) y en 1925 (la autostrada entre Milán y Varese), en tanto que en España no se inauguró uno sino en fecha tan tardía como 1969; eso sí, sobre el trazado de un antiquísimo camino romano.
Con todo, las autopistas son parte de la cultura
hasta el punto de que sin ellas Jack Kerouac pierde 50 por ciento de su significado y se derrumba el último relato que escribió Cortázar; en ellas se basa un subgénero cinematográfico: el road movie o película de carretera
, en el que algún personaje más o menos contemporáneo (recuérdese que hablamos de los años sesenta del siglo pasado) protagoniza un viaje tan trascendente (bueno, eso dice el guión de esas pelis) como el del Odiseo homérico.
La OCDE, a la que le encanta decir la última palabra en tantos asuntos sin que nadie se lo pida, define autopista como a) una carretera específicamente diseñada y construida para el tráfico motorizado, b) confinada (esto es, sin acceso a las propiedades con las que colinda), provista de dos calzadas dobles, una para cada dirección, y separadas ambas por una banda, camellón o murete; c) está desprovista de cruces al mismo nivel con otras carreteras, vías férreas o pasos peatonales, por lo que todos sus intersecciones con otras vialidades deben resolverse mediante puentes o pasos a desnivel; d) cuenta con carriles específicos y señalizados de incorporación (aceleración) y de salida (desaceleración) asimismo, e) dispone en sus bordes exteriores de arcenes o acotamientos para efectuar paradas temporales de emergencia y pueda detenerse en esos casos de emergencia sin obstaculizar el tránsito; por último, f) su trazo debe ser lo más rectilíneo posible, y sus curvas, amplias y poco pronunciadas, a fin de que los automotores no disminuyan su velocidad o lo hagan lo menos posible.
En teoría, las autopistas son una manera de agilizar el tránsito regional, nacional e internacional, acortar distancias y tiempos de recorrido, dinamizar la economía y elevar la productividad. Lo malo es que suelen hacer trizas los entornos ecológicos y sociales por los que atraviesan y se vuelven un disparador para la producción, el consumo y el uso de automóviles, que representa uno de los callejones sin salida más evidentes del modelo (in)civilizatorio que vivimos.
Ya más entrados en el terreno de lo subjetivo, la combinación entre una construcción con esas características y un trebejo dotado de motor de explosión interna da como resultado el placer de manejar.
Si se piensa con detenimiento se verá que la conducción de un coche por una autopista es, antes que nada, una práctica de obediencia casi absoluta. Se puede (aunque no se deba) ignorar los límites de velocidad y sublevarse ante ciertas indicaciones y señalizaciones, pero resulta imposible apartarse del dictado principal, que reside en el trazado de la ruta, decidido por un manojo de ingenieros desconocidos décadas antes de que hollemos con el hule de nuestras llantas el asfalto o el cemento del camino.
Ah, pero en ese acatamiento no hay sacrificio sino gozo. Llevar el coche por esa línea, sin transgredirla nunca, es una experiencia (engañosísima, claro) de libertad y de poder: uno se deja llevar por la sensación de dominar el camino –como si no fuera éste el que nos domina a nosotros – y vive incluso un momento de sensualidad, como si el vehículo que se tripula fuera la mano propia que pasa suavemente por sobre los contornos dérmicos de un cuerpo deseado. Todo ello, sin mencionar que un viaje en auto conlleva dos aparentes milagros –el de salir y el de llegar– y una aventura: la de tripular una caja de fierro movida a punta de estallidos de gasolina comprimida y que alcanza velocidades invariablemente peligrosas.
El problema empieza cuando, acicateados por la necesidad de transportarse o de transportar personas y cosas, o bien por la mera evocación del placer, miles de automotores confluyen en una de estas vías y convierten lo que parecía paraíso en un infierno árido y desesperanzador, y nos vemos pegados al asfalto con todo y coche, sin escapatoria posible en medio de un paraje extraño y deshabitado e impedidos de alejarnos más de diez metros del coche por nuestros propios medios, sin tener, para colmo, una idea precisa de la causa que nos ha reducido a esa condición: ¿Es sólo el embotellamiento de la hora? ¿Hubo un accidente kilómetros adelante? ¿Ha llegado el fin del mundo?
Parece ser que un día la noción de las autopistas nos resultará tan remota como lo son hoy en día los sacbeob, los caminos reales y las rutas de diligencias, y que el automóvil quedará relegado a ejemplo histórico de estupidez, codicia y egoísmo. Mientras llega el momento, no hay motivo para declinar la invitación al viaje como debe ser: sin más motivación que el viaje mismo.
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