lo largo de la traducción que hice de El ladrón del tiempo (Mortiz, prólogo de J.E. Pacheco), no cesé de hacerme la pregunta planteada por el autor en su libro: ¿de dónde viene el deseo, o la obligación de escribir? Más que un ensayo filosófico, el narrador relata hechos precisos de su infancia. Esta manera, más auténtica que un análisis, es también más reveladora. Otros escritores, Sartre, por ejemplo, en Les mots, no analiza, cuenta.
En busca de una respuesta, intenté reconstruir mis primeros encuentros con la lectura, su aprendizaje. Recuerdos aún no deformados por el trabajo de la memoria, pues hundí su visión en el olvido de la infancia, edad cuando aún no se poseen las palabras para labrarlos. Un indudable instinto de conservación me decidió a recoger esas visiones aún puras por escrito: si debían trocarse en palabras, al menos que éstas perduraran algo más de tiempo que el tan fugitivo de la palabra oral apagada muy pronto por las voces del viento.
Viejas visiones o recuerdos, lo real y lo imaginario se cruzan en búsqueda de una palabra más bien verdadera, única justificación de la escritura.
Recogía esas imágenes, que iban tomando la forma de una novela, leyendo las cartas donde mi madre me informaba del diario deterioro físico con que la enfermedad agredía a mi padre. Decidí tomar el avión para México. Hice borrón y cuenta nueva de esos esbozos: los viajes, los cambios de vida, rupturas y retornos son fatales para la realización de una novela cuando, aún en su parte creativa, se avanza a tientas en su borrador.
Una semana antes de viajar a México, recibí la primera y última carta de mi padre. Al leer, en diagonal, por precipitación, la palabra infarto, creí que había sufrido uno. Su letra era temblorosa, casi ilegible. Leí con más calma que estuvo a punto de tener un infarto al recibir una carta mía. La costumbre de cartearme con mi madre, y agregar en ella el envío de un abrazo, me hizo creer que le escribí durante casi 20 años. Leí también que se le ocurrió, que hubiese querido, escribir algunas cosillas
, no una novela, sino unos como recuerdos
, pero me faltaron las fuerzas
. Un periodista que escribió más de 50 mil cuartillas…
Ya en México, comprendí que, en efecto, no tenía fuerzas para apoyar las teclas de su vieja máquina de escribir, ni para sostener entre sus dedos una pluma por más de unos minutos. Su memoria, en cambio, seguía siendo precisa. Su lucidez, sin fallas.
Una tarde lluviosa, encontré unos viejos discos de Al Jonson, de las hermanas Águila y algunos tríos de moda en la juventud de mi padre. Los escuchamos un buen rato en silencio. De pronto, me dijo, con los ojos brillantes, la mirada flotando entre imágenes desaparecidas: “Fíjate qué curioso, estoy viendo, como si las tuviera enfrente, reales, las caras de gente que conocí entonces. No de amigos, de ellos me acuerdo como son, si siguen vivos. De gente que ves sin ver: meseros, cantantes, boleros, vendedores de lotería, de rosas. Entre las mesas de La Mundial, del Waikiki, cantinas, cabarets”.
Las personas, cuando van a morir, ven desfilar toda su vida por la mente, pensé a pesar mío.
Al día siguiente, escribí unas páginas sobre la llegada a casa de mi padre y sus amigos, de madrugada, en mi adolescencia. Venían del periódico. La música se metía a mi recámara, primero queda, luego fuerte, como sus voces. El inicio de los insomnios, no como algo doloroso, al contrario, agradable, ensoñador como un viaje. Le voyage est une insomnie, escribió Bellefroid. No he dejado de viajar una sola madrugada desde entonces.
Terminé de escribir Calzada de los Misterios (se presentará en la Rosario Castellanos el 5 de febrero a las 19 horas) durante ese viaje, novela donde apariciones y desapariciones se entrelazan y unen a seres de carne y hueso, que mueren, con seres imaginarios, por ello inmortales. Recorrido de epifanías y antifanías de la ciudad de México, tan real como imaginaria.