noche la Biblioteca Pública de Nueva York ofreció en su programación nocturna una conversación con el historiador italiano Carlo Ginzburg. Tuve la fortuna de estar presente, y no puedo menos que compartir algo de lo que dijo ese pensador extraordinario.
El tema anunciado se podría traducir algo así como el proceso de ser judío
(en inglés: Being and becoming Jewish) y, tras hacer una mención oblicua (porque Ginzburg se negó a pronunciar el nombre de Berlusconi) a la reciente recuperación pública de la figura de Mussolini que hizo la semana pasada el ex-primer ministro, Ginzburg entró en materia, provocado siempre hábilmente por su interlocutor, el escritor Paul Holdengräber.
Holdengräber pidió que se comenzara explicando por qué el historiador hablaba del proceso de ser judío, siendo que Ginzburg era judío por nacimiento. Ginzburg le entró a la pregunta de frente: todo su trabajo se rebela contra la categoría de identidad
. La identidad
no es un concepto analítico desde el punto de vista del mundo social. Es cierto que cada uno de nosotros tiene características estrictamente individuales, que nos dan una identidad fija e inescapable, por ejemplo, las huellas digitales. Pero esos elementos le interesan a la policía más que a los historiadores. Para el análisis social lo que importa es que cada uno de nosotros pertenece a una variedad de categorías entrecruzadas: somos humanos, de sexo X, nacidos en tal parte, con una parentela Y, aficionados a tal o cual cosa, de una profesión Z… Es verdad que Ginzburg nació judío –su madre y su padre eran judíos–, pero es igualmente cierto que a lo largo de la vida ser judío ha sido para él un proceso que unas veces ha resultado fundamental, y otras totalmente irrelevante.
Siguió contando y explicando. Carlo Ginzburg nació en 1939. Su padre, Leone Ginzburg, emigró de niño a de Odessa a Turín. Era crítico literario y editor, profesor universitario especialista en literatura rusa, y fue cofundador de la importante casa editorial Einaudi. En 1934 Leone Ginzburg fue echado de su puesto en la Universidad de Turín por haberse negado a hacer un juramento de lealtad al régimen fascista de Benito Mussolini (hoy rehabilitado por Berlusconi). En 1938 se casó con Natalia (Levi) Ginzburg, que se convertiría con los años en una famosa escritora. Ese mismo año, Leone perdió la nacionalidad italiana debido a las leyes raciales antijudías, y en 1940 los Ginzburg fueron enviados a un exilio interno (el llamado confino
) en las montañas de Abruzzi. A la caída de Mussolini, en 1943, pero estando la península itálica todavía en poder de los alemanes, Ginzburg se escapó a Roma, donde trabajó en un periódico clandestino hasta que cayó en manos de la policía, que lo entregó a los alemanes, quienes lo asesinaron.
Carlo, entonces, fue criado por su madre y por su abuela. Fue justamente esa abuela quien dio a Carlo su primera memoria del proceso de ser judío. Cuando Carlo tenía cinco años, estando la península en plena guerra, su abuela le dijo que si alguien le preguntaba cómo se llamaba, debía responder Carlo Tanzi
. En ese momento,
dice Ginzburg, me convertí en judío.
Carlo mencionó también un segundo momento de ese proceso, cuando tenía 10 años y, ya terminada la guerra y jugando al futbol en un parque, trabó amistad con un chico con quien encontró singulares coincidencias. El chico se llamaba Giovanni Levi –y sería, años después y junto a Carlo, fundador de una notable escuela de historiográfica (la llamada ‘microhistoria’ italiana)–. Los padres de ambos muchachos habían militado en el mismo partido antifascista (Giustizia e Libertá), y el tío de Giovanni, Carlo Levi, escribió un libro (y después bello filme) sobre el exilio interno durante Mussolini llamado Cristo se detuvo en Eboli. Además de todo, ambos chamacos tenían nombres curiosamente parecidos: Carlo Nello Ginzburg y Giovanni Nello Carlo Levi –el Carlo Nello
les venía a ambos por los hermanos Carlo y Nello Roselli, fundadores del partido Giustizia e Libertá, asesinados por fascistas franceses a las órdenes de Mussolini.
Pero lo verdaderamente fascinante de la conversación de anoche fue cómo estas y otras historias íntimas se volcaron inconscientemente a la problemática que definiría la obra del singular historiador. En 1959 Ginzburg decidió dedicarse a lo que era entonces un tema extravagante: las acusaciones de brujería en Europa en los albores de la edad moderna (siglos XVI y XVII). Ginzburg quería recuperar el punto de vista de los acusados. Durante el proceso de descubrimiento histórico –plasmado en sus libros–, tuvo el gran valor de encarar una paradoja: la recuperación del punto de vista de la víctima, del brujo
procesado por la Inquisición, colocaba también al historiador en una relación de afinidad intelectual con el inquisidor, por más que sus simpatías estuvieran con la víctima. Y hay aquí, también, otro encuentro de Ginzburg con su judaísmo, pues el judaísmo tuvo que desarrollarse en una dialéctica con esa clase de persecución y, por tanto, conocía íntimamente aquella mezcla paradójica de simpatía por la víctima con proximidad intelectual o racional con el inquisidor. El judaísmo moderno está cargado de esa ambivalencia y ha vivido constantemente esa paradoja que es, si se tiene el valor de encararla, una forma poderosamente crítica de vivir la vida.
Ginzburg habló de mucho, mucho más. Habló de sus influencias. Auberbach, Walter Benjamin, Eisenstein. Reconoció mucho a su madre…
Pero quisiera cerrar esta reseña con otro elemento. Para Ginzburg, la idea occidental de la historia está forjada en el modo en que el cristianismo leyó al judaísmo –o, más precisamente, en la forma en que los cristianos leyeron el Antiguo Testamento–. Esa lectura veía en el Antiguo Testamento una figura, una profecía de lo que sólo se cumpliría cabalmente en el Nuevo Testamento –es decir, que el viejo testamento era leído como una confirmación del Nuevo Testamento, y por eso el viejo testamento se justificaba sólo a partir del nuevo. Esta visión de la historia puede ser llamada también una historia de los vencedores, donde el pasado es negado como genitor, y visto en vez como una justificación de la apoteosis del presente.