l difundir ayer indicadores preliminares en materia de seguridad, el gobierno federal informó que en el primer mes de este año se registraron en el país mil 104 homicidios dolosos vinculados con la delincuencia organizada y que esa cifra equivale a una disminución de 35 casos
con respecto a diciembre de 2012. A renglón seguido, la administración peñista indicó que entre las víctimas de estos asesinatos se encuentran mil 68 presuntos delincuentes abatidos (...) 30 servidores públicos caídos en el cumplimiento de su deber y seis personas presumiblemente ajenas a los hechos
.
Significativamente, la difusión de esos indicadores coincide en el tiempo con sucesos que confirman la persistente violencia esbozada por las cifras referidas: el secuestro y posterior liberación de cinco trabajadores del diario El Siglo de Torreón constituye un giro cualitativo en el amplio historial de agresiones en contra de medios informativos –las víctimas, en este caso, pertenecen al área administrativa del cotidiano, y son ajenas, por tanto, a las tareas propias de la investigación periodística–; por su parte, la agresión al vehículo del procurador de Morelos, Rodrigo Dorantes, a manos de policías estatales –en el marco de la cual murieron tres policías ministeriales de la entidad– es una enésima confirmación de la descomposición, la descoordinación y la presumible infiltración de la delincuencia organizada que campea en las distintas corporaciones encargadas de salvaguardar el estado de derecho en los distintos niveles de gobierno.
Más allá de los propósitos expresados por la administración de Enrique Peña Nieto en el sentido de reformular la estrategia de seguridad pública llevada a cabo por su antecesor, la violencia sigue causando estragos en el país, con una pérdida de control gubernamental en diversas franjas del territorio y una incontenible cuota diaria de muertes, secuestros y afectaciones a prácticamente todos los entornos de la sociedad.
Ciertamente, nadie habría esperado que las confrontaciones armadas y los asesinatos cesaran como por arte de magia sólo por el cambio en la titularidad de la administración pública federal, ni que tuvieran lugar en unas pocas semanas avances espectaculares en la pacificación del país y en el restablecimiento del estado de derecho. En cambio, habría cabido esperar cuando menos un viraje visible en la postura del gobierno federal ante el paroxismo de violencia que se desarrolla en el país, en la forma de reportar los saldos de la misma y en los conceptos usados para referirse a las numerosas víctimas de dicho fenómeno. La afirmación de que mil 68 de los abatidos en el último mes son presuntos delincuentes
, que sólo seis eran personas presumiblemente ajenas a los hechos
, así como el triunfalismo que subyace a la aseveración de que entre diciembre y enero hubo una disminución de 30 casos
de asesinatos, dan cuenta, en cambio, de una continuidad en las tendencias calderonistas a presentar como delincuentes a la mayoría de las víctimas mortales de la guerra contra el narcotráfico
y a gobernar desde una visión meramente formal, si no es que ficticia, de la realidad.
Dicha continuidad en las posturas gubernamentales resulta casi tan preocupante como la continuidad de la violencia misma: la falta de comprensión y aceptación de los problemas en su justa dimensión lastra las perspectivas de hacer frente a ese flagelo mediante una estrategia integral y efectiva; de contener el baño de sangre, reparar el vacío de autoridad y resarcir la circunstancia de zozobra y dolor que enfrenta cotidianamente una amplia porción de la población.