e la astrología económica de la OCDE, cuyo principal directivo busca la alineación de los astros, pasamos a la nutriología de la voracidad del Consejo Coordinador Empresarial (CCE), cuyo máximo dirigente sólo piensa en el pastel petrolero. Ahora aterrizamos en la meteorología del gobernador del Banco de México quien, desde Singapur, nos advierte sobre la formación de una tormenta perfecta fomentada por la abundancia sin control de los fondos prestables que inundan las economías emergentes. Todo esto y más, para empezar, como aperitivo del fin de una luna de miel mexicana imaginaria e imaginada, por las no tan puras almas que viven de la manipulación de sentimientos y conciencias.
Sin mayor trámite ni permiso. Con el año, el gobierno del presidente Peña empezó a vérselas con las veleidades de la nueva grandeza mexicana, redescubierta hace poco por The Economist, Goldman Sachs y otros vendedores de ilusiones coreados en Davos por los hombres de las nieves.
Lo cierto, lo que pasa es que la crisis no da cuartel y hasta el doctor Carstens, cancerbero de la estabilidad y la confianza, se ve obligado a dar la voz de alarma con no malas razones. No es para menos: aunque el diagnóstico oficial la soslaye o, de plano, la niegue, la realidad social está empobrecida y cuarteada por la desigualdad, ambas circunstancias son el fruto principal de una forma de crecimiento que no genera empleo suficiente ni excedentes para repartir en serio a través de la política social.
El hambre, espectro transparentado por el presidente Peña en su toma de posesión, debe inscribirse en este cuadro de mal desempeño persistente de la economía, que se ha vuelto mala costumbre de la sociedad en su conjunto. De seguir como vamos, se habrá consumado el ajuste estructural de los años 80 o 90 del siglo pasado en un ajuste mental colectivo…a la baja.
Punto y fuera, podríamos decir. Los contextos de adversidad que emanan de una globalidad bajo fuego cruzado determinan y acotan los campos de acción y las arenas para el conflicto, pero no borran el peso específico de las configuraciones nacionales de poder, las capacidades instaladas y los reclamos sociales que al final de cuentas definirán el rumbo del país, de su evolución económica y su democracia.
En esta tesitura, que se redefine con los días, el Pacto por México todavía está por adquirir y justificar su dimensión de instrumento y vehículo para la concertación, que no puede sustituir la mirada larga y los compromisos de fondo que tendrían que plasmarse en el Plan Nacional de Desarrollo y los programas y políticas sectoriales que dan cuerpo y sentido a los objetivos generales y las metas y aspiraciones del plan.
No ha ocurrido así, pero hay que insistir en que así suceda, tan sólo porque así lo manda la Constitución. Tendrá que ser ahí, en la factura y puesta en práctica del plan, en los detalles del diablo, donde se pongan a prueba la política y los partidos y donde los intereses y las fuerzas sociales, organizadas y no, den cuenta de su congruencia y disposición para construir un auténtico acuerdo en lo fundamental.
Nada de esto podrá concretarse sobre la marcha o al calor de la contingencia. Para que funcionen, el pacto y el plan tienen que inscribirse en el horizonte largo y en el reconocimiento pleno de las restricciones institucionales y económicas, forjadas en la larga cadena de omisiones y simulaciones que acompañó y lastró la gran promesa del cambio estructural globalizador de fin de siglo y de la democracia prometida por la alternancia.
Las tomas de posición del CCE y el Consejo Mexicano de Hombres de Negocios en materia energética y fiscal no auguran la prolongación de la mentada luna de miel, de los 100 o mil días que, dicen, los hados suelen otorgarles a los nuevos gobiernos. El diálogo bajo amenaza, por desgracia, se volvió una práctica habitual y preferida de las organizaciones cúpula del dinero mexicano y, por lo visto, se mantiene como uso y abuso consentido de los señores de la propiedad. Frente a ellos, el gobierno tendrá que avenirse a ese abuso y poner entre corchetes su intento de recuperar la rectoría estatal o atreverse a arriesgar una más clara delimitación entre el interés público y el privado, cuyos linderos fueron drásticamente afectados por el cambio estructural, la inconclusión de la alternancia democrática y una crisis global que amenaza convertirse en eternidad.
Así están las cosas hoy, después de pasar revista a una Constitución que no se cumple en su totalidad, según reconoció el Presidente, y de que el grupo gobernante empezó a instalarse y tomar conciencia de un mundo hostil, cuyos poderes y dislocaciones no le dan descanso a nadie.
Mucho menos cuando se busca reducir la imaginación política al indigno papel de satisfacer los apetitos del capital.