urante ya más de seis años la principal cuestión política en los países más desarrollados ha sido el paro. Gente que pierde su empleo, jóvenes que no lo encuentran, empresas que dejan de funcionar, máquinas e instalaciones subutilizadas, crédito que no llega a quien lo necesita, familias que pierden su casa, pensiones que se reducen, servicios sociales que se deterioran, pobreza y marginación que crecen.
Ese es el panorama en medio de lo que sigue siendo un severo ajuste fiscal de corte muy recesivo. Los efectos de la recesión son desiguales, la distribución del ingreso y de la riqueza se siguen polarizando. Mientras el empleo y el producto se reducen, sigue habiendo bolsones de especulación sumamente rentables.
En una época los economistas pensaban que el pleno empleo se conseguía de manera automática por el funcionamiento del mecanismo de los precios. El mercado era el medio más eficiente para conseguir el equilibrio manteniendo ocupados a los trabajadores y a la planta productiva.
Además, así se conseguía el mejor patrón de distribución del producto, basado en las contribuciones a la productividad de los distintos agentes económicos. Todo era un asunto de precios fijados en mercados competitivos y sin distorsiones en la información. La plena ocupación se podía alcanzar con la menor injerencia posible del gobierno.
Ante la gran crisis de 1929-33, Keynes propuso que el pleno empleo era una situación a la que se debía llegar mediante la intervención del gobierno para mitigar los efectos del ciclo económico, asociados con el papel del dinero y el crédito, y con la determinación de los precios relativos, especialmente el de los salarios.
La política fiscal era un instrumento clave para acomodar los desajustes de la oferta y la demanda agregadas y elevar así el nivel de la actividad económica, acercándose lo más posible al pleno empleo. Esto no desembocaba en un crecimiento continuo, no se eliminaba el carácter cíclico de la acumulación, el sistema no quedaba inmune a las crisis.
Hoy la doctrina que se profesa en Europa es la austeridad y la recesión inducida. Hace unos días la Unión Europea redujo por primera vez sus presupuestos de largo plazo, lo que anula los estímulos para la recuperación del producto y del empleo por el resto de esta década.
No se aclara cuáles serían los incentivos para el crecimiento. Todo queda de manera nebulosa entre una serie de principios ideológicos, presentados como asuntos de carácter técnico y, por otra parte, un pragmatismo político chato que se aleja cada vez más de las necesidades de la gente.
Intuitivamente se advierte que la recesión no es el camino para reducir el paro, entendido de manera amplia. La forma de pensar y de actuar de los políticos y los responsables de la economía aparece dislocada de lo que pasa en la calle e, incluso, de los mismos mercados. Pero es un sustrato para restructurar el proceso de acumulación, con un costo social excesivo. El paro condena a una parte de la población a un ajuste vital que no es recuperable. Esa es, tal vez, la dimensión más relevante y, también, la menos explícita desde el ejercicio del poder del Estado.
A esto añádase que en un entorno democrático como el que formalmente existe en esa región hay un debilitamiento del orden político y de la legitimidad del gobierno. En España, luego de un año, el capital político del Partido Popular y del presidente del gobierno se ha consumido. La corrupción pone de manifiesto buena parte de los conflictos que existen. En Grecia el deterioro es constante y creciente y se piensa que con más restricciones presupuestales puede alcanzarse un acomodo, pero le sobra la gente. Lo relevante son las cuentas y la línea de fondo del balance.
Todo esto, más la gestión de la crisis en Estados Unidos, con una fuerte expansión monetaria y bajas tasas de interés como el centro de un ajuste de tipo expansivo, pero con restricciones fiscales, crea un entorno que se extiende de distintas maneras por la economía global.
Ahí se inserta la descripción reciente del gobernador del Banco de México, de cómo los mecanismos de transmisión de la crisis y de las políticas públicas para atajarla, estarían creando lo que llamó una tormenta perfecta
, que se podría abatir sobre una economía como la de México. Por cierto, no sería la primera vez que así ocurriera desde finales de los años 1970.
La tormenta proviene del flujo de los capitales, especialmente especulativos, para mantener un nivel posible de rentabilidad global y, sobre todo, para desplazarse de modo rápido cuando las señales de los mercados cambian. Esto puede ocurrir de modo abrupto e incluso ser provocado por las mismas decisiones de los grandes inversionistas.
El acomodo propuesto es administrar las tasas de interés para evitar que se sobrecaliente la economía con la entrada de capital foráneo, especialmente para comprar deuda pública. Según el banco central, la inversión de extranjeros en bonos y certificados emitidos por el gobierno es de casi 120 mil millones de dólares (las reservas internacionales son del orden de 160 mil millones de dólares).
Bajar las tasas para afectar las expectativas del mercado y evitar sacudidas del tipo de cambio y alzas en la inflación es una manera de adaptar las respuestas de la política monetaria ante la posible tormenta. ¿Será suficiente? Otro asunto es cómo se acomoda esto con la política hacendaria del nuevo gobierno para generar más inversión productiva.