uando uno llegaba a Bamako, al final de los años 80, lo primero que veía era el esplendor de la naturaleza. El aeropuerto era un enorme galerón de tejas de lámina de zinc con la pátina de contundentes y sutiles tonos del ocre que el herrumbre le regalaba. Sostenida por grandes troncos apenas desbastados, abierta a los cuatro costados, colmada por pequeños haces de luz que creaban un universo de ángulos formado por los agujeros de los clavos inexistentes y la vejez de la cubierta al dejar pasar el sol del amanecer, la galera rebozaba calor y olas de sonido que iban del murmullo al grito en menos de un suspiro. Más parecía un gran mercado. Los agentes migratorios vestían camisas abiertas a mitad del vientre y calzaban chancletas de plástico de las llamadas en mi infancia de pata de gallo. Todos sonreían.
Las calles de la capital de Mali estaban llenas de gente vestida en mil y un colores. Hombres o mujeres caminaban en grupos, abrazados o de la mano. Hablaban alto, reían, se tocaban, con pequeños gestos de la mirada invitaban a sumarse a la conversación.
Cualquier motivo apiñaba a cuantos pasaban alrededor para opinar con fuerza en pláticas en coro. Así, como por arte de magia, se formaba la ronda y se deshacía. Parecía que la ancestral conversación junto al fuego se recreaba una y otra y otra vez. Ritmaba los tiempos de la vida. Se vivía, a cada instante, la cultura del contador de historias. Es una urdimbre de palabras y sonidos sobre la que, en Mali, se teje una manera de sentir y de vivir.
En un pueblo que convive a brazo partido con el desierto, el sonido de las historias es el río que fertiliza la vida. Es, a un tiempo, su raíz. De tiempo inmemorial, los músicos son quienes la cultivan, son sus verdaderos sacerdotes, la sostienen.
Por eso cuando los islamistas radicales y sus grupos armados llegaron al norte de Mali hace poco más de un año y mandaron callar todas las músicas supimos que su futuro corría el mayor de los peligros. La música dejó de escucharse en casas y calles, la tiranía del silencio condenaba a muerte a todo un pueblo queriendo silenciar a los músicos, los verdaderos guardianes de la memoria, de la cultura, de la historia.
Ali Farka Toure es quizá el más grande de ellos. Fue el mayor virtuoso del gurkel, el ngoni y la guitarra eléctrica. Su voz, cuando cantaba, parecía traernos las arenas y las aguas de siglos. Era fuente, era raíz. Lo sabía. Siempre contaba que el blues había nacido en la ribera del Níger. De esa cuna había irradiado al mundo y, claro, también a la ribera del Mississippi. Vestido como lo que era, campesino tocado con sombrero de palma, lo repetía una y otra vez, entre canción y canción, en un concierto debajo de una pequeña carpa de lona en pleno centro de Washington. Y uno sabía que era cierto cuando pulsaba su guitarra y se escuchaba fluir todos los ríos del mundo. De sus manos y su voz nacía el blues y toda la música del universo.
Otro guardián de la memoria es Salif Keita, quien encontró en la música la fuerza para enfrentar la discriminación por ser albino y desde esa fuente contar una y otra vez las historias de su pueblo. Su voz es la de un mago que siembra epopeyas cotidianas. El tiempo de llorar no ha llegado aún
canta una y otra vez con una voz que parece venir de todos los siglos, mientras juega con los tonos de su pronunciación para contarnos las historias de un pájaro que lo mismo puede escucharse como si nos hablara del hogar de nuestro fuego interior.
La memoria también es cultivada y cuidada por mujeres. Oumou Sangaré ya cantaba un ruego por su música cuando visitó México en el otoño de 2012. Quería sumar los espíritus del mundo para ayudar a liberar de la opresión del silencio a su pueblo. Con sus historias y su canto teje en una noria de colores los cuentos de la memoria femenina para que no se olvide que ellas crean y custodian el mundo con la fuerza de sus manos y la luz de su corazón.
El índice es casi infinito, Toumani Diabaté quien con su kora y la dulzura de su ser une las músicas y las historias; Tinariwen, quienes en su nombre llevan los desiertos
en ellos, tuaregs que con guitarras, bajo, percusiones y voz cantan por las resistencias ante cualquier opresión y por las esperanzas de los pueblos nómadas del Sahara; Khaira Arby con su voz de todos los pájaros del Níger; Kase Mady Diabate, que busca unir en una toda la música y toda la memoria de los pueblos negros de los dos lados del Atlántico; Amadou y Marian, pareja que, al ser ciegos, cantan, miran y cuentan a través del sonido de su música, festiva, celebratoria. La lista es larga, como la arena del desierto y el agua del Níger sigue y sigue.
Hoy el aeropuerto de Bamako ha cambiado. Si miramos una de las fotos que socializó hace unos días Pascal Beltrán del Río, vemos un edificio funcional, moderno. Lo que seguro persiste en todos los afluentes de la vida de Mali es el caudal de historias de sus músicos. Ellos son los guardianes del mundo, lo cultivan, lo sostienen. Por eso hoy, como ayer y desde los tiempos más remotos, Mali se escribe con M de Música.
Twitter: cesar_moheno
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