nte la inclusión del combate al hambre como uno de los asuntos prioritarios en la agenda gubernamental, y en el marco del arranque del programa oficial diseñado para tal efecto –la Cruzada Nacional contra el Hambre–, se vuelve pertinente y necesario que el país emprenda un debate amplio y plural que abone a la comprensión del fenómeno, sus causas originarias y sus múltiples dimensiones, que permita determinar si las políticas sociales orientadas a mitigarla son o no las adecuadas.
En esa perspectiva, resultan reveladoras las cifras publicadas hoy en estas páginas –en la primera de una serie de piezas periodísticas sobre el tema–, de que 22 millones de mexicanos (19.4 por ciento de la población) carecen del ingreso necesario para cubrir sus necesidades alimentarias, de acuerdo con cifras del Consejo Nacional para la Evaluación de la Política Social, y que sólo una tercera parte de éstos (7.4 millones) será atendida por el referido programa gubernamental.
Así pues, sin soslayar que la Cruzada contra el Hambre tiene un propósito correcto y plausible, es innegable que dicha política tiene debilidades en su diseño y concepción que la llevan, de entrada, a excluir a la mayoría de las personas en situación de pobreza alimentaria. Semejante omisión resulta inevitablemente sospechosa y obliga a preguntarse si es atribuible a simples deficiencias en los cálculos estadísticos por los encargados de la política social del gobierno –lo cual resultaría de suyo muy lamentable–, a indolencia y arbitrariedad, o bien a un designio deliberado de seleccionar a los beneficiarios del programa con base en criterios político-electorales, como han venido afirmando en días recientes los partidos políticos de la oposición.
Por lo demás, la clara insuficiencia en los esfuerzos gubernamentales por combatir el hambre, la pobreza y la marginación hace necesario recordar que la presencia de esos fenómenos en el México contemporáneo no es casual, sino que son consustanciales al modelo político económico vigente.
En efecto, el hambre y la existencia de sectores depauperados no sólo son una consecuencia lógica de la aplicación de directrices neoliberales –contención salarial, apertura indiscriminada de los mercados, privatización de los bienes públicos, desmantelamiento de los mecanismos orientados a redistribuir la riqueza–, sino también constituyen un supuesto fundamental para el funcionamiento de ese sistema, en la medida en que generan una presión a la baja en los salarios y reducen los costos para los grandes consorcios empresariales, al proveerlos de un vasto ejército laboral de reserva.
Adicionalmente, y a pesar de que la existencia de masas depauperadas ha sido un combustible para los brotes de ingobernabilidad y para el auge de la delincuencia y la criminalidad en el territorio, las administraciones del ciclo neoliberal –tanto priístas como panistas– las han usado como semilleros de votos y han erigido, en esa lógica, programas sociales con el fin de ayudar a la autoridad en turno –federal, estatal o municipal– a perpetuarse en el poder.
Así ocurrió en el sexenio de Carlos Salinas con el Programa Solidaridad, utilizado con fines propagandísticos, electorales y de control clientelar de la población, y la misma práctica fue reproducida por su sucesor, Ernesto Zedillo y por las administraciones panistas de Vicente Fox y Felipe Calderón, bajo las cuales se utilizó a la Secretaría de Desarrollo Social y sus programas como plataforma electoral del partido en el poder.
Para que un proyecto gubernamental contra la pobreza, el hambre y la desnutrición tenga un impacto y viabilidad reales, es necesario emprender un viraje a la política económica y a la concepción misma del régimen político, a fin de orientarlos al bienestar y al respeto de los derechos de la población, no a la satisfacción de los apetitos de acumulación del grupo en el poder.