hí ha estado por años, sólido, inamovible, protegiendo privilegios, esperando por una administración federal que lo aborde en la ruta hacia el crecimiento sostenible. Pero una tras otra, sin importar su afiliación partidista (priísta o panista) lo ha evitado con disimulo, cínico tacto y hasta con ingrata displicencia. El costo para los mexicanos ha sido inmenso, en especial en el escabroso terreno de la justicia distributiva. Bien se sabe que recaudar el equivalente a 10 por ciento del producto interno se considera como recio escollo para un desarrollo aceptable. Ningún gobierno puede aspirar a conducir su aparato económico y, menos aún, proveer el mínimo bienestar colectivo con una hacienda pública tan mermada en recursos como la mexicana. Aun con la aportación adicional del régimen impositivo (depredador) a los ingresos de Pemex (aporta entre 8 o 9 por ciento del PIB) se puede alcanzar el nivel adecuado para satisfacer las necesidades de un país tan grande como este.
Llegar a recaudar entre 30 y 35 por ciento de impuestos en la actualidad se considera una cifra base para dotarse de la capacidad suficiente para impulsar el crecimiento y dotarse de un adecuado estado de bienestar generalizado. Mientras tales cifras son alcanzadas no habrá escapatoria a las frustraciones de cada día. Se seguirá oyendo el somnoliento recuento de ideales programas y de altas miras por concretar, un horizonte prometido con el desparpajo acostumbrado. Las carencias seguirán rondando la cotidianidad, se profundizará la dependencia y la marginalidad y pobreza serán, como ahora lo son, acuciantes. La gobernabilidad será también precaria, tal como se puede observar cuando enteras comunidades recurren a las armas, azuzadas por la cruenta y extendida inseguridad.
Pasar del pobre nivel actual de recaudación a ese otro mencionado antes como aceptable, requiere, antes, alinear varios supuestos para lograrlo. Uno, básico, quizá el inicial, es contar con la aquiescencia de la mayoría de la población, convencida por las bondades que traerán los castigos impositivos. Con apego a ese supuesto se puede ensayar el paso siguiente: sujetar a los grupos de presión que se benefician del defectuoso Estado de derechos vigente. En paralelo se deberá armar el aparato recaudador que lleve a cabo la ingrata tarea. Después vendrá el aspecto más delicado del proceso: gastar e invertir con transparencia y rendir las cuentas debidas. Así las cosas, todo lo demás puede acomodarse como es debido para el empuje hacia adelante que tanto se ha esperado. Habrá que recordar, una vez más, que ninguna campaña de propaganda sustituirá el efectivo quehacer político sustentado por una hacienda pública capaz.
La extensión del IVA a los alimentos y medicinas aportará, sin duda, una parte de lo que se requiere, puesto que se puede reducir, además, las masivas evasiones y elusiones actuales. Pero creer que tal extensión puede subsanar las deficiencias e incapacidades recaudatorias equivale a perpetuar la mediocridad presente. Si se quiere acometer tan dañino programa impositivo para con los que menos consumen, habrá que asegurarse de compensar a los muchos no sólo con el copeteado
que proclamaba aquel panista (Fox) de fugaz cuan triste memoria, sino con todo un ensamble de políticas públicas correctivas. La creación de empleos se presenta, entonces, como la urgente necesidad primordial. A este se le tiene que acompasar un acuerdo estratégico para realmente incrementar los ingresos de los estratos situados en la base de la pirámide. Esto implica incluir en los aumentos al menos a 75 por ciento de los mexicanos que ahora perciben el equivalente a seis salarios mínimos o menos. Sostener una tendencia alcista, mayor a la inflación, atacaría, con los años y de raíz, el problema que por ahora mantiene a la fábrica nacional estancada. Tal circunstancia auspiciaría un mercado interno que fuera sólido motor del crecimiento.
Pero con ese 1.5 o 2 por ciento del PIB del IVA que se pudiera agregar a la hacienda no se puede completar la tarea pendiente: disminuir la desigualdad y asegurar el progreso. Hay que diseñar todo un régimen adicional que no se agote con sólo eliminar la llamada consolidación fiscal (agregaría 3 o 4 por ciento del PIB) normatividad que es, bien se sabe, ingrata, injusta e indebida. Habrá que acometer rubros adicionales que eleven aún más la recaudación y no se conforme con llegar al 18 o 20 por ciento del PIB. Los impuestos a la riqueza es uno de ellos, eliminar retenciones de impuestos que después de ciertos años se condonan, tasar las herencias, las transacciones de bolsa, los capitales especulativos y otras muchas modalidades de evasión y elusión ya bien exploradas por varios sistemas eficaces y justos.
Así que, por delante, la flamante élite priísta ahora encumbrada, tiene una tarea pendiente. Quizá no se tengan los arrojos suficientes para emprenderla como es debido. La reciente eliminación de las suspensiones para los casos contemplados en el 27 constitucional es una señal adecuada y ciertamente reconocible. Pero es todavía una minúscula prueba de que se intenta recuperar, para el bien general, la fuerza del Estado que se solicita en esta actualidad tan compleja y desgastada. La fiscal será, qué duda cabe, la prueba de fuego para un gobierno que por ahora alega pretender la transformación, para bien de la justicia, de la actual estructura nacional: incapaz, entreguista y acumuladora de riquezas y privilegios para unos cuantos.