uy tarde te he amado,
Oh belleza tan antigua y tan nueva,
Muy tarde te he amado!
¡He aquí que tú estabas adentro, y yo afuera
y es ahí que yo te buscaba,
y sobre la gracia de las cosasque tú has hecho,
pobre desgraciado yo me abalanzaba!
Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo.
(Confesiones, X, XXVII 38)
San Agustín. Es el exergo de Un verme de seda
Mara Negrón (en velos
de Jacques Derrida y Helene Cixous , Siglo XXI Editores, 2001)
Cuanto tu curva develada se inclina sobre el hueco inexplorado y misterioso de la vida, se borra mi sueño, largo y perezoso; quieto, seguido y despacio, en un fluir fácil, sobre los ángulos del triángulo amoroso. Estructura de la oblicuidad, promotora de una superficie de impresión geométrica de intensa capacidad de vibración, que prescinde de los límites, o más bien dicho, los puede prescindir y reapropiárselos hasta el infinito, al concebirlos como suyos procediendo de su escritura, para internarse en la comunicación desconocida de la palabra.
Escritura, reina subterránea, honda e inmirable, cuya descripción es propia de la geología, en razón del estudio de las cavernas que se abren en él y develan giro y relación de sus múltiples grutas y bolsas que se bifurcan en la corteza de la mucosa y cuyo vacío es caja de resonancia de rumores tiernos desvinculados de la palabra y frases amorosas en que nadie sabe encontrar el botón que las une.
Laberinto de palabras que es laberinto de la soledad e infierno del poeta. Proceso de reapropiación interminable por la palabra de esa divinidad subterránea femenina al fin y que como la palabra es presencia ausencia. Fluir de un instante en el tiempo que se fue y se quedó en la memoria desconectada de la sensación borradora en la mucosa y la matriz amarilla donde se forma la vida y se pierde la madre y se vuelve extranjera e inicia la muerte. Algo más que palabra que se escapa del marco del aire vibrador a pesar de ser fuego encantador en las oscuras plomerías escondidas detrás de las pinturas y fachadas de lo más secreto del ser.
Carne que al nacer se hace verbo, al revés de la divinidad, que al nacer era verbo y se hizo carne, que dice Zarco, interpretando a Derrida (velos
Siglo XXI). Carne que se hace verbo al nacer como llamada desesperada ante el desamparo original y que no encuentra la carne que se perdió en el nacimiento, a pesar de ser carne en la cavidad complementaria, completamente desnuda, que reaparece después en el espacio mental, imaginario paraíso de la ternura, de consistencia y encantos definidos y variables que se propagan en olas horizontales para quedarse después de desaparecer en el enigma neuronal de la memoria.
Escritura y restos femeninos que se ligan a veces a la palabra también femenina, nunca quieta, que inquieta y se sumerge en la memoria, base del siquismo, como escalera inacabable que desde la piel desciende paso a paso a un cierto número de neuronas para abrirse aún más, horadando los angostos canales que son al mismo tiempo, gracias a esa palabra escindida, lo suficientemente grandes para que la penetración acaricie hasta los músculos más profundos.
Misterio de la carne y la palabra que quiere dar un concepto a lo que no lo tiene, pero que puede ser representado en la piel, franja curva que rodea al cuerpo y sus concavidades, aislándolo en una revoltura de hechos sin ligadura ni causa reconocible en trozos, tejidos de seda, unidad bordeada, que vigila márgenes en espacios vírgenes, preparada a recibir y repercutir sus visitas, en fina copa de mica, destinada a transmitir a esta pared sensible las vibraciones inscritas en ondas telepáticas electrónicas. Intrincada escritura de un tejido, un cruce, que deja partir de nuevo diferentes hilos que se promueven en cada encuentro amoroso en distintas líneas de sentido, listas para anudar otras que ya estaban escrituradas.
Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo ¿Después de, el tiempo de amar, habrá llegado?
Negrón.