uego de la crisis económica de 1929-33 y de la Segunda Guerra Mundial se discutía abiertamente acerca de las condiciones necesarias para consolidar una economía en la que no hubiera un paro forzoso. Es decir, cómo provocar medidas de política pública que llevaran a un nivel elevado de ocupación, creación de ingreso y gasto de consumo e inversión. Ese era el centro del debate.
Durante 25 años y hasta la mitad de la década de 1970 la economía mundial creció a tasas mayores que en cualquier periodo anterior de duración tan larga. La época dorada del capitalismo se le ha llamado. No ha podido reproducirse, al contrario, se camina de una crisis a otra.
No se trata de analizar el capitalismo actual a partir de la nostalgia. Las transformaciones del proceso de acumulación, de generación de riqueza y su distribución, tanto en términos temporales como territoriales (globales o locales), han sido materia de análisis durante ya casi 40 años.
En ese lapso los episodios de crisis financieras y económicas han sido recurrentes en distintas partes del mundo y están bien documentadas, analizadas y debatidas desde distintos puntos de vista teóricos e ideológicos.
La crisis actual que se desató en 2008 ha cimbrado los principios más convencionales del pensamiento económico, aunque están tan arraigados que no ha inducido una revisión suficientemente profunda de los postulados básicos que se mantienen.
A diferencia de las crisis ocurridas desde el fin del régimen de Bretton Woods y del patrón oro-dólar, ahora es en Europa y Estados Unidos donde se centra la fuerza recesiva con un amplio paro de la fuerza de trabajo y la capacidad productiva instalada.
Tal vez una manifestación fehaciente de la magnitud de la crisis y de sus consecuencias estructurales sea, precisamente, que las políticas públicas estén centradas en el paro y el ajuste recesivo como mecanismos para intentar superar la crisis.
El sistema financiero está tocado y la cantidad de recursos fiscales que se han destinado para evitar la quiebra es enorme. Uno de los efectos colaterales de tal estrategia ha sido mantener abierta la llave de la especulación que tiende a alejar y no a acercar una nueva etapa de acumulación con absorción suficiente de trabajadores y estabilidad en el financiamiento de los déficit gubernamentales y la deuda pública.
En la Unión Europea, por ejemplo, la postura del comisario de Asuntos Económicos y Financieros, Olli Rehn, es cada vez más dogmática a favor de los ajustes recesivos. Recientemente un conjunto de economistas han vertido su opinión con respecto al daño y el sufrimiento innecesario que provoca la recesión en los ciudadanos. Hasta Gran Bretaña, que no participa del euro, ha visto rebajada su calificación de la deuda por vez primera.
No parece que esto abra un diálogo suficiente sobre las políticas de austeridad y los efectos de la recesión, no sólo en el corto plazo sino en el más largo también. Las previsiones del crecimiento del producto y de la generación de empleo en el conjunto de la Unión Europea son negativas para 2013. El deterioro de las condiciones de vida y el aumento de la desigualdad seguirán marcando la dinámica en esa región.
En Estados Unidos, donde al parecer la evolución de la economía ha sido un poco mejor, con brotes de crecimiento del producto y del empleo, no se afianza la recuperación. En cambio, se complica con fricciones políticas entre el ejecutivo de Obama y los legisladores republicanos, con los recortes al gasto previstos para este año y que recaen sobre las fuentes de ingreso de los consumidores de la clase media, lo más castigados por la crisis, y sobre una serie de servicios sociales de salud y educación.
Aparte de las críticas cada vez mayores pero sin calado efectivo sobre las políticas públicas en Europa y Estados Unidos, es notorio el afianzamiento de las medidas recesivas. En el primer caso impuestas desde los organismos comunitarios a los que aún se pliegan los gobiernos miembros, a pesar del evidente desgaste de la situación social. En el segundo, a partir de un enfrentamiento ideológico muy enconado entre dos visiones partidistas que ni la relección de Obama parece menguar.
Hoy, en esas regiones centrales del sistema capitalista la economía está en un paro forzoso que sigue poniendo a las políticas de corte keynesiano contra la pared, como antes lo habían hecho las medidas monetaristas de los años 1970 y 1980.
El llamado Consenso de Washington se agotó pronto, las teorías del libre mercado chocaron contra la expansión especulativa en el sector financiero y la gestión de las tasas de interés que impulsó esa misma especulación y deformó el crecimiento productivo y la distribución del ingreso. Las tasas están relegadas a niveles de casi cero, que son inservibles.
En medio del paro forzoso, de la insistencia en el ajuste recesivo y la política monetaria sin efecto real, se provocan distorsiones en los movimientos de capital que más temprano que tarde harán manifiestas sus consecuencias con un nuevo reordenamiento del proceso de acumulación, con relocalización productiva y mayor concentración y centralización del capital.