a audiencia general celebrada ayer por Benedicto XVI en la Basílica de San Pedro –a unas horas de que surta efecto la renuncia anunciada por él mismo, el pasado 11 de febrero– representa el último acto público de un pontificado que en su balance general arroja un saldo de fracasos.
En el ámbito pastoral, la gestión de Joseph Ratzinger se caracterizó por una aplicación inercial de las visiones dogmáticas y oscurantistas heredadas por su antecesor, que demandan la reducción de las sociedades actuales –cada vez más diversas y plurales– a la condición de feligresías y satanizan muchos desarrollos civilizatorios alcanzados en décadas recientes, particularmente en asuntos de género, identidades y preferencias sexuales. La misma continuidad pudo observarse en la indolencia de la jerarquía católica ante las diversas afectaciones sociales y humanas derivadas de la aplicación del modelo neoliberal, así como en el acoso y el desentendimiento de los individuos y organizaciones que, desde el seno del catolicismo, buscan aliviar los efectos devastadores de la economía en los sectores más desfavorecidos.
En lo institucional, el sucesor de Juan Pablo II fue incapaz de resolver los problemas que se gestaron durante el papado de este último, y antes bien los agravó: la política de encubrimiento a los sacerdotes relacionados con casos de abuso sexual y la corrupción administrativa y financiera que imperan en el Vaticano –fenómenos atenuados por el carisma de Karol Wojtyla– terminaron por desbordarse durante el pontificado de un Joseph Ratzinger desprovisto de la facilidad de su antecesor para las relaciones públicas, y colocaron a la Iglesia católica en una nueva cima de desprestigio planetario.
En el terreno político, el Papa saliente fue incapaz de lidiar, en su calidad de jefe del Estado Vaticano, con el descontrol, la ingobernabilidad y la descomposición en el interior de la curia romana, en la cual llegó a instalarse, según los indicios disponibles, una suerte de gobierno paralelo al propio poder papal.
Las consecuencias de esa continuidad están a la vista: el hundimiento de la institución religiosa más antigua de occidente en una crisis profunda tanto en su ámbito interno como en su interacción con sus feligreses y con el mundo, y el fin intempestivo de un pontificado que se mostró incapaz de contener los múltiples frentes de ese deterioro y que constituyó, en suma, un tiempo perdido.
En forma paradójica, la renuncia de Joseph Ratzinger abre a la Iglesia católica una oportunidad para emprender la modernización y la apertura necesarias para volver a acercarse a sus fieles y encontrar en el mundo una función civilizadora y congruente con los valores que predica. Las posibilidades de que se concrete esa perspectiva, sin embargo, se reducen por el conjunto de intereses turbios, retardatarios y mafiosos que estarán representados en el cónclave del cual habrá de emerger el sucesor de Joseph Ratzinger, a quien durante ocho años le correspondió la ingrata tarea de representar a una jerarquía eclesiástica huérfana de rumbo y de autoridad moral.