l presidente Peña Nieto sacudió la mata con tres objetivos: 1) hacer una demostración de fuerza política (de autoridad, dicen algunos) sin equivalente en los años de alternacia, 2) probar que las reformas van en serio y el gobierno no aceptará ninguna resistencia proveniente de las fuerzas corporativas del sistema, y 3) enviar un mensaje a la sociedad civil en el sentido de que el gobierno aplicará la ley sin tolerancia contra la corrupción. Habrá que volver a estos temas para calibrar cuál es el real significado de cada uno de ellos, pero, por lo pronto, el gobierno dio la campanada y se anotó un punto a favor. La maestra Elba Esther Gordillo, en efecto, es una figura indefendible e impresentable, justamente porque su historia política está forjada en los pasillos oscuros del poder, en las negociaciones donde los intereses colectivos de los trabajadores y los fines nacionales del sistema educativo se subordinaron a un único objetivo político: sostener y afianzar al gobierno de turno. Sus adeptos hablan de la capacidad de adaptación que la distinguió a través de los años, aunque ella jamás cuestionara la herencia letal del viejo corporativismo que aún se alza con las voces de ultratumba de los Gamboa Pascoe, Romero Deschamps y otros caciques que por ahí andan tan campantes exhibiendo sus miserias morales junto a sus inconcebibles fortunas.
La carrera de la hasta anoche líder vitalicia
del magisterio acaba como empezó: con una decisión tomada e instrumentada por el poder político. Cierto: los tiempos han cambiado; los argumentos son otros, y a primera vista no se parecen a los que se dieron para lograr el encumbramiento de la maestra, pero algo persiste: en última instancia es la intromisión del gobierno en la vida interna de las organizaciones sindicales la que decide su destino y define su función. Ese fue, justamente, el origen y la razón de ser del charrismo, no obstante que con el paso del tempo y la acumulación de riqueza indebida y poder mafioso en las oligarquías sindicales, junto al chantaje a gobiernos débiles, como los de Fox y Calderón, creciera la percepción insostenible de que éstas eran una fuerza autónoma
, un poder fáctico
comparable a otros que buscan someter al Estado a sus intereses particulares. Esa intromisión está en la base de la tragedia histórica del sindicalismo mexicano, aunque esta vez se apoye en las buenas razones
aducidas por el Ministerio Público.
La indiscutible sagacidad de la profesora para navegar en las aguas profundas del régimen infló mediáticamente su figura, al grado de considerarse ella misma como intocable. Y, en efecto, jamás fue perseguida por la justicia no obstante las evidencias abrumadoras de corrupción denunciadas por la disidencia magisterial y, luego, por una cadena de grupos escandalizados (no siempre neutrales en sus seráficas intenciones) que tomaron conciencia del desastre en que se había convertido la enseñanza pública.
Ella vendió sus servicios al mejor postor y los cobró a tasas muy altas para el país, para los maestros, para los alumnos, que en cierta forma son las víctimas de todo el aparato de depredación montado para preservar y multiplicar los privilegios que ahora se denuncian, cuando desde hace décadas su estilo de vida y, sobre todo, sus formas de actuación, ya eran motivo de escándalo para una ciudadanía más democrática, capaz de indignarse moralmente ante los abusos ostensibles de la maestra.
La detención de Elba Esther es el resultado de una investigación que presumiblemente siempre estuvo al alcance del gobierno. Hoy la autoridad está obligada a garantizar el debido proceso yendo hasta el final, preservando los derechos que a la imputada corresponden. Esa debería ser una diferencia con casos anteriores, donde el interés político condicionó la expedición de la justicia. Ya veremos. Pero, insisto, más allá de las responsabilidades atribuibles al personaje, sería una vergonzante anomalía atribuir a la persona todos los males que, digamos, la reforma educativa pretende subsanar. El problema está, sí, en la pérdida de la rectoría del Estado
en la enseñanza, pero sobre todo, repito, en la relación perversa entre el poder político y los sindicatos estratégicos, como los de electricistas, petroleros o maestros.
Hoy más que nunca urge devolver al magisterio los mecanismos para renovarse democráticamente y el pleno derecho a la libertad sindical, toda vez que, con el pretexto de los vicios de los dirigentes, se pretende suprimir no ya la opinión de los maestros en las cuestiones educativas que les atañen, sino incluso al sindicato como tal, cuya reforma democrática es necesaria y urgente pero sin perder de vista los legítimos intereses de los trabajadores.
Es inconcebible una verdadera reforma educativa sin la participación activa del magisterio. El gobierno es el que ahora tiene que demostrar qué significa aquí ya ahora rectoría del Estado
. Defenestrar a la maestra es un paso inesperado que le rendirá frutos inmediatos al presidente Peña Nieto, pero no equivale por sí mismo a asegurar el éxito de la reforma. Muchas cuestiones están en legítima disputa, entre ellas la renovación sindical. La crisis educativa tiene, en efecto, innumerables causas y escenarios muy diversos y hay muchos intereses en juego. En virtud de que aún falta un largo camino por recorrer para concretar los cambios, es crucial impedir que el revanchismo antisindical, mayormente impulsado desde los sectores privados, se imponga como la visión hegemónica del proceso. A final de cuentas, la reforma educativa sólo adquiere significación si tiene la mira puesta en el interés nacional y en los valores consagrados por la Constitución, es decir, si sus objetivos se articulan con una perspectiva del progreso que sólo puede fundarse en la búsqueda de la igualdad.