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¿Historia magistra vitae?
L

a vindicación de la historia como maestra de la vida se debe a Cicerón. La registran las páginas de De Oratore, en el capítulo II. Su propósito era preservar los acontecimientos paradigmáticos del pasado (para instruir al presente) y mantener en vida los tesoros de la experiencia. Los modernos dejaron de creer en esa pedagogía desde el siglo XVIII. La historia podría, a lo máximo, explicar el pasado, no prever el futuro. Sin embargo, no deja de asombrarnos cuando una sociedad se embarca, sobre todo a la hora de su decadencia, en una suerte de compulsión a la repetición –casi a la manera en que funciona el sistema síquico individual.

Lo que impresiona en los primeros tres meses de la presidencia de Enrique Peña Nieto es esa compulsión a repetir todos y cada uno de los gestos, los formatos, las tácticas, los discursos… bueno, hasta la manera de llevar el traje y la corbata del trompicado comienzo de la administración salinista en 1988. La pregunta es si lo que falló tan alguna vez, no puede acaso fallar de nuevo. Y la certeza reside en que lo que puede fallar tiene altas probabilidades de fallar. Este es precisamente el dilema que acecha a cualquier restauración política.

La detención de Elba Esther Gordillo es un acto que la justicia mexicana adeudaba a la sociedad desde hace lustros. Toda la ominosa conducción de un sindicato que de por sí ha sido utilizado como chivo expiatorio de una crisis educativa, de la que sólo es responsable en parte, no hizo más que ampliar las posibilidades de control de una organización que hace mucho se convirtió en organismo paraestatal. Pero es difícil imaginar que esa detención sea el primer paso de un giro hacia un orden jurídico que funcione sobre la base de principios (un poco más) universales.

Junto a Elba Esther sigue una larga fila de funcionarios públicos que cometieron delitos tan onerosos como el desvío de fondos o más graves aún. Humberto Moreira, por ejemplo, que hizo de la deuda de un estado entero un negocio personal y, sobre todo, un negocio para financiar campañas priístas. Genaro García Luna, el antiguo secretario de Seguridad, al que lo mínimo que se le puede imputar es el cargo de obstrucción de la justicia, uno de los delitos más (y nunca) penados en la legislación mexicana. Existen una decena de gobernadores, de los tres partidos mayoritarios, acusados de mantener nexos orgánicos con el crimen organizado. ¿No se trata acaso de crímenes mucho más severos de los que se le imputan a la lideresa sindical?

¿Por qué entonces Elba Esther? Hay tres argumentos que parecen los más visibles.

1) En los pasados 12 años, el SNTE se convirtió en uno de los puntales políticos del paso por la presidencia. Es un hecho que sin los votos que pudieron acopiar seis gobernadores priístas 2006 en favor de Felipe Calderón –votos orquestados por la jerarca sindical–, el candidato panista jamás habría alcanzado a empatar los que recibió Andrés Manuel López Obrador. Por otro lado, fue la misma élite del PRI la que avaló el fraude que llevó a Calderón a la presidencia. Elba Esther no hizo más que poner en práctica esa decisión. Todo indica que se trata más bien de esa antigua práctica (casi ritual) en la que un presidente parte plaza haciendo un ajuste de cuentas dramático con el sexenio anterior. Esa práctica que los dos presidentes panistas omitieron fue una omisión que produjo tantos estragos en su legitimación inicial. En este sentido, el juicio contra Elba Esther habrá de contribuir tan escasamente a acercarnos al estado de derecho como el que se emprendió contra La Quina en el sexenio de Salinas.

2) El poder de la dirigente sindical se habría convertido en una fuerza fáctica paralela a la presidencia. Desde su fundación, el SNTE ha representado una de las mayores (sino la mayor) maquinaria electoral del país. Este hecho no es privativo de la política mexicana. En Estados Unidos, los gremios sindicales apoyan en las elecciones al Partido Demócrata, y en Inglaterra al Partido Laborista. La participación electoral de los sindicatos no es un sinónimo de corporativismo. El sesgo corporativo se lo ha dado el propio Estado en México. Con los cientos de miles de sus agremiados situados en las venas del proceso electoral (campañas de casa en casa, casillas, comités distritales, etc.), la organización magisterial ha alcanzado un poder singular. Elba Esther empleó este poder de manera particular, estableciendo alianzas regionales con gobernadores de los tres partidos mayoritarios. Una autonomía nada despreciable, que el PRI, en su compulsión a la repetición, ya no está dispuesto a tolerar.

3) Por último. La permanencia del gordillismo obstaculizaría la reforma educativa en puertas. Aquí es preciso hacer notar que lo que comúnmente se conoce como crisis educativa ha tenido una lectura muy peculiar en el proceso de reindustrialización global de la sociedad mexicana. Gracias e ese sistema educativo tan aparentemente precario, la fuerza de trabajo cuenta con secretarias que han pasado por una licenciatura, con obreros que dan vuelta a la tuerca que cuentan con una maestría, con obreros de base que tienen 10 o 12 años de educación básica. Una formación nada despreciable para quien trabaja frente a una máquina, que ha permitido la expansión de grandes industrias altamente calificadas, como la automotriz y la electrónica. Una problema de definición, se dirá. La reforma educativa de la actual administración sólo quiere consolidar este devastador sistema de calificación de la fuerza de trabajo.