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La debilidad de lo absoluto
E

l centro” y elfin” del mundo. El ritual de la sucesión del pontífice del Vaticano comenzó con una frase que emplazaba la historia del propio Francisco frente a la tradición del papado italiano y europeo: Un Papa que viene del fin del mundo. Si en el orbis católico Roma representa su centro, no hay duda de que Argentina se encuentra en uno de sus confines. Pero esa geografía imaginaria tiene otras connotaciones significativas. En el siglo XIX, los viajeros de las novelas de Joseph Conrad que se internan en las sórdidas selvas africanas también se dirigen al fin del mundo. Un sitio que acaba siendo (en las novelas) una suerte de despojo de los valores imaginarios de la convivencia en Occidente (libertad, democracia, individualidad, tolerancia…). A cineastas como Lars von Tiers (Dogville) debemos la conciencia de que esa zona de despojo –ese fin del mundo– puede encontrarse en cualquier esquina de cualquier ciudad occidental. Fue en ese confín que representó Argentina durante los años de la dictadura militar, en los que Jorge Mario Bergoglio encabezó a la provincia de la Compañía de Jesús. Las noticias documentadas de esa gestión hablan de la reiteración del antiguo maridaje entre el clero y el ejército argentinos, relación que podría ser descrita como un nexo prácticamente orgánico, si no es que consanguíneo. Un vínculo que data del siglo XIX y que, salvo momentos excepcionales, no ha sufrido alteraciones esenciales.

Demografía descendente. En rigor, la relación entre el centro y la periferia en la geografía mental y práctica del Vaticano parece haberse invertido por completo desde la llegada de Juan Pablo II al Vaticano. Ya la elección de un Papa que provenía de los países de Europa del Este en los años 70 fue una decisión estrictamente geopolítica. En los antiguos países socialistas la Iglesia se había convertido en uno de los pocos espacios que abrieron sus puertas a la oposición al estalinismo. La fórmula de Wojtyla redundó en un éxito tremendo para detonar la caída del Muro de Berlín y propiciar la expansión de una versión de la sociedad de mercado que no ha mostrado (en esos países) ninguna señal de vitalidad. Y sin embargo, la caída de la Unión Soviética (y el bloque del Este) no redundaron (acaso con excepción de Polonia) en más fieles para la Iglesia. Por el contrario, en Checoslovaquia y en Hungría la jerarquía ha tenido que cerrar templos no sólo para que no se roben los objetos del culto, sino porque ya nadie asiste a ellos.

En Europa Occidental, la situación descendente de la demografía católica –acaso con excepción de España y Portugal– tampoco mejora. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial el número de fieles se ha reducido cuantiosamente y la tendencia no parece detenerse. El dilema reside acaso en un desencuentro cada vez más notorio entre la ritualización de la religión y las demandas espirituales que crea la sociedad moderna o, mejor dicho, posmoderna.

En principio, la crisis actual de la Iglesia católica muestra proporciones similares a las que enfrentó hacia finales del siglo XVIII. En aquel entonces, la sociedad disputaba al clero el gobierno de las conciencias; hoy le disputa el gobierno sobre los cuerpos. ¿Quién define el derecho a nacer y a morir? ¿Quién determina la legitimidad de las preferencias sexuales? La Iglesia no ha logrado ni siquiera admitir la utilidad del uso del condón en una época en que el sida amenaza cualquier tipo de relación sexual.

El segundo problema es la pederastia. Todo indica que Benedicto XVI quiso hacer algo contra el lado más oscuro de la vida clerical actual. El caso de Maciel fue detonador; pero un detonador que se evaporó en el vacío. ¿Cuántos sostenes de la Iglesia sucumbirían si la reforma fuera general y efectiva?

La comunidad perdida. Es obvio que el papa Francisco no llega al pontificado para hacer frente a este radical apartamiento. Su tarea no es teológica sino política. Su misión consiste acaso en detener la erosión por la que atraviesa la Iglesia en América Latina. Hay dos frentes que sin duda han desafiado la hegemonía católica en la región. El primero es la expansión del protestantismo. El segundo es ese fenómeno que podríamos llamar la secularización del cuerpo, y que ha desembocado en movimientos sociales, leyes y prácticas de gobierno que luchan por garantizar la diversidad sexual, el derecho a elegir y la emancipación femenina. Fue ante este reto que el actual Francisco se enfrentó radicalmente a la presidenta Cristina Kirchner cuando intentó cambiar las leyes sobre las comunidades de convivencia.

Desde los años 60 existe en América Latina una variante del catolicismo que probablemente representaría una de las respuestas frente a su erosión: la teología de la liberación y sus versiones actuales. Pero tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI se dedicaron a desmantelar sistemáticamente los espacios en los que podía prosperar.

En una declaración reciente, Francisco advirtió que la Iglesia estaba en peligro de convertirse en una ONG piadosa. ¿Pero no acaso la espiritualidad religiosa de hoy demanda precisamente el no-gobierno sobre cuerpos y conciencias? El papa Francisco no tiene porqué ser la continuación inmediata del obispo Bergoglio. Un párroco vela por su diócesis, un cardenal, por su reino y un papa, por el espíritu, dijo irónicamente alguna vez Richelieu. ¿Dónde quedó el espíritu de esa communitas original cristiana, que es probablemente la mayor invención de la sociabilidad (junto a la polis griega) en la historia de Occidente?

Lo que impresiona hoy en el catolicismo es, sin duda, que se trata de una comunidad que se sostiene de manera voluntaria. Acaso la más poderosa de todas las comunidades voluntarias. La pregunta es si esa fuerza podrá alguna vez emanciparse de una ritualización cada vez más onerosa. La presidenta de Brasil dijo recientemente: el Papa será argentino, pero Dios es brasileño. Es una manera jocosa de levantar las cejas sobre el nuevo gobernante del Vaticano.