Opinión
Ver día anteriorDomingo 31 de marzo de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Terapia de riesgo
L

uego de 24 años de exitosa carrera artística y un conjunto de 26 largometrajes, el camaleónico realizador estadunidense Steven Soderbergh (Sexo, mentiras y video, Kafka, Solaris, Tráfico, Che) anuncia su retiro a la edad de 50 años. La película de despedida, el pretendido canto de cisne previo a su concentración final en los terrenos del entretenimiento televisivo, es el muy retorcido y efectista thriller sicológico Terapia de riesgo (Side effects).

La propuesta de Soderbergh y su guionista Scott Z. Burns es tan atractiva como engañosa. Lo que parece armarse como un relato sobre el creciente poder de la industria farmacéutica y los efectos de una publicidad que genera, perpetúa y explota las angustias colectivas, pronto deviene, con la intervención de un suceso trágico, la propuesta argumental de un hombre inocente acusado injustamente de haber propiciado un crimen. Del cine con un alegato social de denuncia, al estilo de Erin Brockovich, del mismo Soderbergh, se transita al esquema clásico de El hombre equivocado, de Alfred Hitchcock.

En Terapia de riesgo se plantean dilemas éticos relacionados con la práctica médica, los protocolos terapéuticos, la responsabilidad moral del terapeuta y su delicada relación con los pacientes, el poder de las compañías trasnacionales, el lucro a expensas de la seguridad y salud de los enfermos, pero todo esto toma, a mitad de la película, un curso muy diferente. Guionista y director manejan las cartas de manera maliciosa y envolvente. Las expectativas del público crecen a medida en que se complica la propuesta, y a primera vista el efecto es, en términos narrativos, fascinante.

Considérense los elementos del argumento. La joven Emily Taylor (Rooney Mara) asiste a la liberación de su esposo Martin (Channing Tatum), luego de cuatro años de cárcel por malversación de fondos laborales. El arresto del marido, una preñez fallida, un estado anímico degradado, la han conducido a un estado agudo de depresión nerviosa. Ningún tratamiento médico parece tener efecto duradero, las mejorías son pasajeras o totalmente ilusorias. El riesgo de colapso es inminente. Ni siquiera la atención esmerada de la siquiatra Erica Siebert (Catherine Zeta-Jones) ofrece resultados confiables. La intervención de un médico británico, Martin Banks (Jude Law), y la experimentación en la paciente de un nuevo antidepresivo potente y novedoso, cuyo efecto secundario principal es un sonambulismo persistente, hace crecer la tensión en el relato, planteando, a la luz de un primer suceso trágico, el dilema central de la película: si un paciente comete un crimen bajo los efectos de un tratamiento, ¿es mayor la responsabilidad del médico tratante que la del propio autor del delito? O peor aún, ¿no podría el médico verse envuelto en una perversa dinámica de simulaciones de la que tendrá que escapar por sí solo, abandonado por todo mundo y sometido a una fuerte presión mediática?

En un primer tiempo, Soderbergh maneja con precisión y elegancia el asunto, encargándose él mismo de la fotografía y recreando en la ciudad de Nueva York atmósferas opresivas muy a tono con el universo clínico propuesto. Por un lado, la paulatina e irrefrenable degradación mental de la protagonista; por el otro, las oscuras fuerzas que conspiran contra el equilibrio anímico del médico que se ocupa de ella. Sin embargo, director y guionista optan por soluciones más convencionales y harto esquemáticas. El suspenso inicial aterriza en las turbiedades de un thriller erótico no muy ajeno a los efectos dramáticos de Bajos instintos, de Paul Verhoeven.

Lo que parecía un inicio de complejidad en la construcción de los personajes, da paso a una galería de mujeres desequilibradas, con miradas malévolas y propósitos inconfesables. Quien acusara a la cinta de ser misógina, posiblemente exageraría en dicho juicio, pero no le faltarían elementos para darle un poco de sustento. El problema no es una cuestión únicamente de género, sino de una paulatina pérdida de complejidad dramática, de sutileza expresiva y, por supuesto, de originalidad en el manejo del asunto.

En su calidad de personaje acosado por la adversidad, el Jonathan Banks que interpreta Jude Law es impecable. No se puede decir algo similar de una Catherine Zeta-Jones instalada en una villanía caricaturesca. Estos dos extremos ilustran a su modo las deficiencias de un guión incapaz de cumplir sus promesas iniciales; una de ellas, llevar a buen puerto una posible reflexión sobre las paranoias colectivas; otra, la angustia de un individuo acosado por una red de intereses que rebasan su entendimiento y que finalmente lo someten.

Terapia de riesgo pretende ser un filme misterioso e inquietante; pero una vez resuelto el misterio y disipada la inquietud que quiso generar, se trata, como suele suceder con toda falsa alarma, de un asunto apenas memorable.

Twitter: @CarlosBonfil1