Cochitos y pirulines
n un nostálgico artículo: “Una ciudad a mitad del siglo. El Culiacán que ya se fue”, Martha Castro Cohn se pone a “pescar recuerdos en el cebo del paisaje” a la manera de Pito Pérez. Menciona primero los límites de la ciudad hacia los años 40 y los modos de transporte. Para salir al exterior sólo se contaba con el ferrocarril Sudpacífico, que alguno bautizó como sudpaciencia, “pues nunca se sabía si el tren llegaría o partiría a las horas anunciadas”; la aviación y la carretera Internacional llegaron luego. La ciudad se unía a las poblaciones del estado por caminos de herradura a lomo de burro, mula o caballo, o en lentos camiones.
Cuando era niña le gustaba ir a la Plazuela de Obregón, antes Plaza de Armas, con sus prados de nomeolvides, margaritas, espuelitas y amapolas que no se consideraban “flores del mal”. En el centro de la plaza, a un lado del kiosco se vendía “la nieve más rica”; la preparaba el señor Monobe. En los portales del lado poniente estaba El Polo Norte, donde se vendían “unas deliciosas paletas de cajeta”; reconoce Martha Castro que no volvió a probar paletas como aquéllas.
Cómo anhelaba que llegaran los domingos, escribe. “Con veinte centavos ¡un dineral! me alcanzaba para entrar a la matineé del teatro Apolo, comprar nieve de Monobe, una paleta de cajeta o un raspado que expendían Los Chapitos frente a catedral”. Entre los dulces hechos en casa menciona los sabores y aromas de “melcochas, ponteduros, turrón de cacahuate, pirulines”. También la fruta de horno (pequeñas galletas), los cochitos (puerquitos), los muéganos y las corbatas.
Como no habían llegado “las aguas negras del imperialismo”, se bebían sodas de piña, fresa, limón y naranja. En casa había limonada y aguas de jamaica, pinole, tamarindo, ciruela y cebada. Por las calles pregonaban tepache de piña, tesgüino de maíz, y tuva, un licor de palma.
No había pastelitos chatarra, el pan y los pasteles se hacían en casa o en panaderías con hornos de ladrillo atizados con leña; su aroma perfumaba los “dorados y rosados atardeceres” de Culiacán.
Había radio, pero no televisión. Los niños jugaban liga ligazo, al trompo y al “hogado”; las niñas a las matatenas. Juntos se divertían con las escondidas, la rabia, la tatagüila, los encantados, las estatuas de palo, gallina ciega, cebollitas y avioncito. A las canicas les llamaban boliches y catotas.
De los maizales robaban “calabazas, sandías y pepino del verano”; también asaltaban los huertos que sembraban los chinos; ahí se proveían de jícamas y fresas; luego vendrían las “riateras” con las que se castigaba esas travesuras. Bellos tiempos, no cabe duda.