Sábado 27 de abril de 2013, p. a16
Así se escuchó la música de The Cure, en vivo:
Zumba, ruge, regurgita, suena un continuum: el bajo de Simon Gallup, activado cual koto japonés por una grulla hercúlea que danza tribal mientras gutura atemporal el instrumento.
Cascadas, géiseres, caudales de sonidos despetalan el aire de la noche y cantan: un teclado espartano en su aspecto, pantagrúelico en su sonar, suelta andanadas de discursos sonoros mientras el rostro de su ejecutante, el maestro Roger O’Donnel, parece posar desde el proscenio junto a las gárgolas de Notre Dame, que por magia de la música que da a luz este sintetizador, tocado por sus manos prodigiosas, han aparecido ahí como un espejismo que mira al horizonte del planeta.
Shsishsishs...: un ostinato percutido retiembla en el centro de la oscuridad y se monta en las luces iridiscentes que nacen desde el escenario donde Jason Cooper está montado sobre un set de tambores mediante el cual activa los bajos y los altos instintos, convoca tempestades, marca el ritmo del ritual.
Frente al aspecto pre-ante-post-punk, de cara a los portamentos post-toda-moda, comparado con la facha de deidades que ostentan los integrantes del grupo, la pinta del maestro Reeves Gabrels corresponde más a la de un sabio, alivianado profesor universitario que al prototipo como nuevo integrante de este cultísimo grupo de culto. En contraste, lo que sale del instrumento de Reeves Gabrels, quien durante muchos años fue el guitarrista de David Bowie, completa ahora las polifonías insólitas que durarán toda la noche y expandirán los astros, las mentes y los corazones de casi 60 mil mortales que devenimos inmortales durante instantes mínimos, infinitesimales que duraron, sumados, más de cuatro horas de concierto.
La mirada perdida: inclina el maestro brujo su densa testa plagada de pelos plenos de espray, gel y blancas brujerías. Su mirada encuentra de pronto el puente mágico de su guitarra y lo que escuchamos son gemidos de valquirias, jadeos de hadas en pleno apareo, lamentos de grullas en el acto amoroso, alaridos de alondras en ascenso: en medio de su rostro, una herida roja sangra y blasfema con versos sagrados: de esa boca nace la música.
Porque la música de Robert Smith es la más sublime, brutal, desgarrada y tierna expresión del oscuro brillo del anhelo.
Foro Sol, la noche del domingo 21 de abril del año 2013. Sobre nuestras testas caen cálidas gotas de lluvia. Enseguida, un temblor de 5.8 grados Richter, dividido en dos actos con breve intermedio, desata alaridos sobre el graderío, pero nadie se mueve de su asiento. Arriba, la Luna nos guiña. Está por iniciar una de esas sesiones musicales de las que uno puede decir sin tapujos: fue uno de los mejores conciertos de mi vida.
Para quienes no estuvieron ahí, recomiendo el devedé doble con el concierto que dieron en Berlín hace 11 años. Muy distinto escuchar a The Cure en discos que verlos en vivo.
El de hace seis días fue un concierto de cumpleaños. Robert Smith festejó, con más de cuatro horas de música sublime al límite, sus flamantes y flameantes 54 años con todos, físicamente o en espíritu, los cumpleañeros de abril. Ahí estuvo Dalis, con su elevado gusto musical y su palpitar de mariposa. También Úrsula y Pablis, Amparo y Adriana y Conchis y Galdi, Glory y Lore y Veros, Dalia y todos, hasta sumar casi 60 mil en éxtasis.
Fue tan intenso, que los distintos momentos fungieron como habítaculo del baile, el palpitar de los cuerpos, el coro increíble de una masa enfebrecida, convertida en 60 mil volcanes haciendo erupción al mismo tiempo y también, en el largo set de piezas cuasi instrumentales, con el recitativo sereno de Robert Smith lanzando poesía al seno de la noche, y entonces uno podía cerrar los ojos y bajo el zumbido del bajo, el shsishsihs de la bataca, las alegorías en guitarra, el manantial sinfónico del sinte y la expresión divinizada del director del grupo, encima de todo eso, uno podía exclamar, en silencio o en alaridos: Robert Smith es un genio, aunque el mundo no se ha dado cuenta todavía, porque The Cure no es un grupo de éxitos
, sino un referente musical proveedor de magnánimas, increíbles maravillas, muchas de ellas aún por descubrir/entender/asimilar/aquilatar.
Creador de atmósferas, autor de una música incandescente y poderosa, más alla de la cancioncita de éxito o tarareable, se ubica en cambio en la región de la creación pura, como un generador de ambientes sonoros plenos de imaginería, sutileza, detalles apenas perceptibles de tan delicados y sublimes.
Robert Smith escribe música para ser comprendida a cabalidad por las siguientes generaciones.
Una música compleja con apariencia de sencilla.
Y así suena y así sonó el oscuro brillo del anhelo.