acerse a un lado en el camino, así sea brevemente, sentarse en un montículo y ver, como dijera Dylan, el río pasar. Qué cansada es la ciudad. El progreso sólo puede ponerla peor, está en su condición de urbe. ¿En su naturaleza? Hablemos pues de naturaleza, algo que ya no guarda relación con la ciudad, Valerio lo sabe bien.
Una ausencia de vocación precisa lo llevó a estudiar ingeniería geológica. Con eso de que de niño coleccionaba piedras y aprendió a clasificarlas, a donde iba miraba el suelo. Terminó el Politécnico bajo cierta presión de su padre, ingeniero él mismo, que veía al fin una elección de carrera con futuro, útil y respetable. Ay papá, suspira con tierna condescendencia Valerio al recordar. Era cuando padres, padrinos, profesores y tíos sólo entendían de profesiones liberales. La otras eran para morirse de hambre.
Siempre le gustó el trabajo de campo, y con el tiempo a eso se dedicó en las minas del norte, hasta que un día su siempre
se transformó. Fue algo súbito y radical. Coordinaba una rutinaria voladura con dinamita en el desierto un lejano amanecer, con la dedicación técnica propia de los eficientes, apegado al manual de procedimientos proporcionado por la dirección general. El sol nacía en una aurora rosada que enrojeció hasta florecer en capullos de sangre y los minutos se fueron haciendo amarillos tras la silueta de los cactos en su catedral majestuosa. Entonces liberó la orden, bum, y en su vista estalló un sucio resplandor, volaron los suelos por el aire y lo alcanzaron terrones y nubes de arena una vez que terminaron de caer los pedruscos de la devastación. El dinamitero y sus peones celebraron chiflando la detonación, pero Valerio se hundió en una melancolía que las palmadas en la espalda de sus colegas no le lograron sacar.
Algo se rompió dentro de él. Como matarife que un día decide no matar una vaca más, botó el arpa como decía su padre y torció su camino, para pánico y decepción de su mamá que no comprendió por qué su hijo dinamitaba su prometedora carrera en la industria de la destrucción y se hacía simple
maestro de secundaria y Vocacional. Casado estaba, y así siguió, respaldado por su mujer con tal de verte feliz
. El gusto por las prácticas de campo fue lo único que no abandonó, al contrario, se le agudizó en extremo y lo convirtió en un estimado profesor para los jóvenes en materia de observación de la naturaleza. Peripatético y rebelde, desarrolló afinidad por autores como Henry David Thoreau y lo absorbió la senda de Los novicios en Sais, de Novalis. En el nombre de cada cosa descubrió el signo para cada una de las cosas: La vida del universo es un diálogo eterno de miles de voces, pues en el lenguaje del hombre todas las fuerzas, todas las formas de acción aparecen milagrosamente unidas
.
Eso ha enseñado a una legión de alumnos de los que evita encariñarse, porque si algo conoce un maestro de escuela es el incesante río de los adioses. Y hoy, acogido a la sombra de un sabino rumoroso, Valerio deja pasar el río con atención, de ella ha hecho una especialidad, y a Novalis se atiene:
Variados son los caminos del hombre. Aquel que lo siga y compare verá emerger extrañas figuras que parecieran venir de la gran cifra que encontramos escrita en todo, en alas, cascarones, nubes y nieve, en cristales y formaciones de piedra, en aguas congeladas, dentro y fuera de las montañas, en planta, bestias y personas, en las luces del cielo, en discos grabados en resina, cristal o hierro alrededor de un imán, en las extrañas conjeturas del azar. Allí vislumbramos la clave de la escritura mágica, su gramática incluso, mas nuestra conjetura no adopta una forma definida y resiste volverse una clave mayor. Como si un álcali se vertiera sobre los sentidos del hombre. Por un momento sus deseos y pensamientos parecen solidificar. De ahí erige sus presentimientos, pero luego de un breve instante todo se hunde nuevamente ante sus ojos.
Sin renunciar a la sencillez, enseña a sus discípulos la escritura íntima de la naturaleza, tan ajena para la población de las ciudades. Todas las cosas son un gran manuscrito del cual conocemos el secreto, y nada es inesperado porque anticipamos los movimientos de su reloj. Gozamos la naturaleza con todos los sentidos, porque no destruye los sentidos, porque las pesadillas no nos asustan, porque la lucidez nos calma y hace confiados.
Su trabajo se limita a despertar, ejercitar y afilar un sentido diferenciado de la naturaleza en las mentes de los jóvenes, combinarlo con sus otros dones y permitirles producir frutos que agradezcan ellos y quienes los rodean. Cada detalle está conectado con todo y sucede ahora, despiadado y simultáneo. No hay viento, marea ni ala de mariposa que no pueda pertenecer a cada aprendiz de ser humano.
Su recompensa: una pluma blanca inesperada entre las páginas blancas del libro blanco de Novalis, los dibujos en su memoria abierta, o cualquier otra cosa.