os movimientos sociales, por definición, tienen una finalidad concreta y nacional (derechos democráticos, ambientales, humanos, defensa de los intereses de los campesinos o los obreros, reivindicaciones estudiantiles, lucha contra la discriminación de los indígenas, de las diferencias en la sexualidad o de la desigualdad entre los géneros). Esa es a la vez la base de su fuerza aglutinante y su limitación, pues no todos los trabajadores y los oprimidos comparten cada uno de esos fines y, por otra parte, la lucha por cada uno de éstos se da en el marco del sistema social capitalista que, en cada campo de la actividad y en el terreno mismo de la supervivencia de la especie humana y de la Naturaleza, es destructor, depredador, injusto, inhumano, asesino.
Por eso, aunque libren luchas valientes, heroicas, constantes, los movimientos sociales tienen sólo un apoyo parcial, no alcanzan a mover a todos sus aliados potenciales y de ellos no puede esperarse una alternativa a un sistema que es internacional, global.
Pueden, sin embargo, confluir, unirse con otras luchas y, desde el terreno limitado de lo local y lo nacional, irradiarse, extenderse, influir a distancia en otros continentes como sucedió en el 68 o con la lucha de los indignados
europeos… a condición de tener un eje que pueda ser mundialmente reconocido como común y sea capaz por lo tanto de socializar la lucha y de despertar simpatía, solidaridad activa, esperanzas movilizadoras y ansias de crear miles de Vietnam
. Para ello, no pueden limitarse a combatir una consecuencia o una política del capitalismo, sino que deben poner en cuestión al capitalismo mismo. En una palabra, deben ser políticos y anticapitalistas no sólo en las declaraciones sobre un aún indefinido socialismo del futuro sino, sobre todo, en su capacidad de unir contra éste las diversas víctimas del capitalismo por sobre sus diferencias de todo tipo y a pesar de ellas, convirtiendo en el eje de sus luchas el combate contra el poder financiero, la dominación imperialista, el poder estatal de las clases dominantes, su visión del mundo y sus valores deformantes, conservadores, opresivos, nefastos e insostenibles. Porque sin una educación política de las mayorías oprimidas y explotadas, sin una batalla por las ideas, una formación en la solidaridad y en el internacionalismo, las mayorías pobres y trabajadoras serán siempre eso, sólo mayoría, y el uno por ciento seguirá mandando al 99 por ciento.
En México los maestros libran una justa y dura lucha por la defensa de sus conquistas gremiales, porque la llamada reforma de la Educación es en realidad una lucha por empeorar las condiciones de trabajo y reducir las resistencias para privatizar la enseñanza. Ellos, sobre todo los maestros rurales, expresan además la voz de los campesinos y los indígenas, tal como las huelgas generales continuas de los maestros argentinos en las provincias representan también a la población pobre aún desorganizada. Pero unos y otros deben ser urgentemente apoyados por otros sectores sindicales y, sobre todo, políticos, como los mexicanos Morena o la otra campaña, o la izquierda política y social argentina que no parten de esa lucha magisterial para construir un eje de la acción política nacional solidaria y movilizadora y discutir las verdaderas prioridades presupuestarias y políticas, la injusticia del sistema, las bases para un programa conjunto alternativo.
Desde México hasta el extremo sur del continente, las luchas hoy son duras pero puntuales, aisladas en el espacio y en el tiempo, y los movimientos sociales no avanzan, lo que permite a los gobiernos dar fuertes golpes a lo más avanzado del movimiento obrero (por ejemplo, electricistas, mineros y maestros en México) y a los gobiernos llamados progresistas
reprimir violentamente las luchas localizadas en defensa del ambiente contra la minería (como en varias provincias argentinas) o a los movimientos campesinos-indígenas (como en Bolivia) y a los otros gobiernos, como el panameño, el colombiano, el peruano o el chileno, reprimir también uno por uno, por separado, a los movimientos indígenas que luchan por el agua y el territorio, contra la gran minería o por sus tierras y a los movimientos obreros o estudiantiles por aumentos salariales y por la gratuidad de una enseñanza pública y gratuita, como en Chile, por poderosos y persistentes que éstos sean.
El repudio a la putrefacción de los partidos e instituciones políticas capitalistas ha dado pie a un reflejo negativo y primitivo, el llamado apoliticismo
neoanárquico (los anarquistas verdaderos, en España, por ejemplo, eran políticos, defendían la República, eran antifranquistas e integrantes de una izquierda plural y le daban gran importancia al estudio, a la teoría y a la solidaridad de clase en el terreno nacional e internacional). Se necesita en cambio una política anticapitalista, unir políticamente a las diversas rebeliones en torno a una alternativa antisistémica, construir en todas partes movimientos-partidos democráticos y pluralistas independientes del capitalismo y apoyados en organizaciones masivas. Porque la vía de la subordinación al aparato estatal capitalista, como sucede con los movimientos sociales que constituyen el Mas boliviano o, en parte, con los movimientos sociales venzolanos o ecuatorianos, es la vía de la parálisis y la burocratización. Sobre esto retornaré porque hay que aprender de las experiencias venezolana y boliviana, hasta ahora las más importantes en nuestro continente desde el punto de vista de la relación entre los movimientos sociales, los gobiernos progresistas
y el Estado capitalista que éstos administran y que, precisamente, debe ser sustituido por los poderes populares para librarse del extractivismo y las políticas neoliberales actuales que todos los gobiernos latinoamericanos aplican a pesar de sus diferencias.