stoy tentado de decir que mi experiencia de la escritura me lleva a pensar que no siempre se escribe con el deseo de que a uno lo entiendan; al contrario, hay un paradójico deseo de que eso no suceda (…) si la transparencia de la inteligibilidad estuviera garantizada, destruiría el texto, demostraría que no tiene porvenir, que no rebasa el presente, que de inmediato se consume; entonces, cierta zona de desconocimiento e incomprensión es también una reserva y una posibilidad excesiva: una posibilidad para el exceso de tener un porvenir y, por consiguiente, de generar nuevos contextos.
“En la escritura subyace la exigencia de un exceso aun respecto de aquello que puedo comprender de cuanto digo: la necesidad de dejar una suerte de apertura, de juego, de indeterminación, que significa hospitalidad para el porvenir (…), apertura de un lugar dejado vacante para quien ha de venir, para el adviniente.
“Si se da a leer algo completamente inteligible, plenamente saturado de sentido, no se lo da a leer al otro. Dar a leer al otro significa también dejar desear, o dejar al otro el lugar de una intervención con la cual podrá escribir su interpretación: el otro deberá poder firmar en mi texto. Y en ese punto es donde el deseo de que a uno no lo entiendan significa, simplemente, hospitalidad para la lectura del otro, y no rechazo del otro”.
(Jacques Derrida y Maurizio Ferrais, El gusto del secreto, contraportada, Amorrortu/editores).
Memoria que me enloquece, sin saber que es rastro antiguo de un objeto representado en tu soledad, ternura contenida en mí, tan presente, y tan ausente, que adquieres auténtica categoría de diosa que contemplas el amor, desde tu altura, sin dejar de estar en mí, concreción única y singular en que todo parece creado intuitiva, naturalmente, sin que se perciba en ti la pintura delatadora de la elaboración, cuadro, vivo, vida misma.
Me parece que esto no se puede escribir, pero ya estaba escrito en mí y en ti; al oír y hablar contigo, hay que creerte, porque hablas y escribes por mí, porque estás viviendo tu propia vida y hablando en tu propio estricto lenguaje en el que claramente se advierte la elegancia y presencia de tu belleza, al mismo tiempo que la vulgaridad y ausencia de tu miseria.
Milagro de la memoria de tu escritura, estrictamente llana, diálogo genuinamente popular, frescura prodigiosa, prosa sonora, ritmo erótico inconfundible que suena ondulante, en plena independencia, abrazados como estamos en el fuego del rescoldo de la carne, en que surge la chispa que llamea y vibra, con la llama que si es fuego también es luz, pero a su vez sombra, oscuridad, angustia, desesperación, nada.
Huella necesaria para mantener el fuego, pues sin rescoldo el fuego se apaga. Chispa en que vuelve a brotar la llama que es memoria ancestral, sin origen, cenizas de la pasión erótica, sólo fusión de nuestros sexos ilusoriamente eternizados, en la llama singularizada en ti, hasta tocar sin tocar y casi traspasar las barreras del movimiento del inconsciente, que nos limitan.
Singularidad interior que parece liviandad, aberración que desconcierta, mirada que busca en la memoria, sigue las huellas, y es rara morbosidad de ti, mujer fuego; llama de otras llamas, volcán desbordado. Que al concebir iluminas con claridad de sol transmisión del dolor, sujeto a la trágica mordedura de la separación, transformada en ternura, carne que ya fue de madre, y conoce lenguaje lleno de luz y sombras, mixtura inevitable de dos componentes, en la suavidad amarilla del páramo en que contemplo resbalado a tus pies, la cabeza sobre el triángulo negro de tu regazo, triángulo hundido en más huellas de memorias que siguen otras huellas, no tienen final y tornan deseo insatisfecho, a pesar de tu calor y fantasías infinitas que nos regalamos, porque soy más débil por dentro, más niño y más mujer que tú.
Máscara bronca por fuera, ensueño de envolvernos en las entrañas, cual tiro al arco en la propensión acometida de la ternura. Esperando y no, ser entendido.