annes, 19 de mayo.
Por fin apareció el Sol sobre la Croisette por algunas horas y simultáneamente se pudo apreciar cine de primera con Inside Llewyn Davis (Llewyn Davis por dentro), nueva realización de los hermanos Ethan y Joel Coen. Situada en el medio de la música folk en el Greenwich Village neoyorquino en el inicio de los 60, la comedia describe cómo el personaje titular (Oscar Isaac) trata de ganarse la vida al tiempo que sufre varios reveses personales y emocionales. En su particular viaje a ninguna parte, Davis es un perdedor integral que intenta pasarse de listo con sus amigos, familiares y un gato, sin lograrlo, y sufre el infortunio de que al género folk todavía le faltan unos cuatro años para ponerse de moda.
No es una comedia fársica como Quémese después de leerse (2008), sino funciona más en las líneas modestas y personales de Barton Fink (1991) y Un hombre serio (2009). Es evidente el aprecio de los cineastas por la música folk, pues el enfoque no es satírico; por el contrario, cada interpretación de algún clásico es respetada en su totalidad. Asimismo, varios personajes están basados libremente en músicos o personalidades que tuvieron su importancia en ese periodo. Por una vez, los Coen han dejado de ordeñar mala leche y se han permitido mostrar un poco de simpatía por su protagonista. Llewyn Davis podría ser un derivado de Dave Van Ronk y la interpretación de Isaac es una revelación de un talento cómico (y musical) hasta ahora desaprovechado por el cine; en eso de sufrir con estoicismo, el actor podría robar la especialidad masoquista a Ben Stiller. Los demás intérpretes –Carey Mulligan, Justin Timberlake, el indispensable John Goodman, F. Murray Abraham– aparecen en pequeños pero significativos papeles. Los Coen merecen un premio al menos por demostrar nuevamente que el cine de autor puede ser ingenioso y divertido.
En cambio, un tipo particular de humor negro es el ejercido por el holandés Alex van Warmerdam en su octavo largometraje Borgman. Desde el principio se determina que el protagonista, un aparente vagabundo (Jan Bijvoet), es el Diablo encarnado y que su intromisión en el hogar de una familia de clase media, con una nana danesa y tres niños, no va a resultar en nada bueno.
Poco a poco el tal Borgman completa su insidiosa seducción de la madre (Hadewych Minis), a la que hace sufrir pesadillas en las que es maltratada por su marido (Jeroen Perceval). (Para mayor obviedad, vemos al diablo sentado sobre ella como un íncubo.) En su labor destructiva, Borgman no actúa solo, sino es apoyado por unos acólitos que hacen el trabajo sucio.
Una vez planteada la misión del personaje epónimo las acciones se vuelven previsibles y anticlimáticas. El momento más sorprendente y cruel de la intriga –cuando los demonios se despachan a un inocente jardinero y su señora– ocurre demasiado antes del esperado final.
Un sector reducido del público en la sala Lumiére se reía con tan elementales ocurrencias. Tal vez el sentido del humor holandés, por colindancia geográfica, se asemeje al alemán.
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