Opinión
Ver día anteriorLunes 17 de junio de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Ballenas bajo la luna
E

l trayecto que en carro me había tomado menos de media hora, a pie fue otra cosa. Intenté caminar por la playa pero una peñas francamente infranqueables me convencieron de volver a la carretera, que a ratos subía y se internaba en los bajos de la sierra, para descender adelante y entonces asomaba el espejo cálido del mar, casi negro, atravesado por un golpe helado de blancura lunar. Más de dos horas después llegué a la playa donde había dejado a los Pérez en su peculiar celebración. El camión de la caja roja seguía ahí, con su Puros Pérez escrito en la defensa trasera. Ya no bailaban, ni tocaban música.

Ahora, esa partida de personas unidas por lazos familiares y algún impulso común que las hacía notorias se alineaba cerca de las rayas últimas de la espuma, mirando colectivamente hacia el horizonte del océano. Si me sintieron llegar, sudoroso y bufante, no lo demostraron. Miraban fijos, reían esporádicos y contenidos, como para sí. ¿Encantados?, monosilábicos, ¿hipnotizados?, reverentes, ¿alucinados? Contentos.

–¡Brillan! –exclamó Lilia Prado.

–Es así –sancionó el patriarca en funciones.

Mientras caminaba por la carretera me los imaginé cansados. O borrachos. O que ya ni estaban. Me hubiera sorprendido encontrarlos bailando, quizás por mi propio cansancio. La luna ocupaba lo más alto, en su cénit. Por primera vez en la noche nada proyectaba sombra. Me vi parado sobre la mía. Dirigí los ojos hacia donde ellos miraban. A cierta distancia, unas figuras resplandecientes evolucionaban en el agua, y periódicamente emitían una este, ejem, sí, un sonido bastante locochón, audible por encima de los estrepitosos aplausos del mar. Ballenas. ¿Ballenas?

–Ballenas –confirmó el aparente jefe, me dio la mano, apretó y sonrió como para un viejo conocido.

–Qué… (bonito iba a decir, pero me contuve a tiempo).

–Sí –adivinó el hombre, de unos 50 años, fornido, alto, y se presentó: Ángel Pérez.

–Ya decía yo –musité como chiste personal.

–¿Perdón?

–No, que mucho gusto –y añadí mi nombre por corresponder. Volvimos al horizonte, a las ballenas que nadaban en círculo. No lo van a creer, pero empezaron a saltar, estallando en los claros lunares con su salpicadura blanca contra el fondo oscuro. Y Ángel, sin apartar los ojos de la danza en el agua, me presentó a su gente.

–Mi papá don Ángel. Mi mamá Serafina. Mis hermanos Noé, Rafael y Juan, mis cuñadas Olga, Irma y Sara, los niños Angelito, Rubén y Serafín, las niñas Deyanira y Diana, Lupe, el primo Baraquiel.

¿Nada más?, pensé cuando dejó de hablar. Demasiados nombre de un tirón para mi endeble memoria. Esperaba oír el de la audaz Lilia Prado que dos horas atrás dejé bailando a pierna batiente. Ella, en el extremo de la hilera, dio un paso al frente con su niño en brazos, retadora, y mirándome graciosamente dijo:

–Eva Pérez, la hermana paseadora del señor Ángel, hijo. Y este chiquito es mi Rosario.

Ángel pareció molestarse, ¿por lo de hijo, como decirle junior? Fue entonces que me acordé de quitarme el sombrero.

–Mucho gusto –dije a Eva. Otra vez el idiota.

–No es para tanto, tampoco exageres –replicó ella, haciéndose poca justicia, si estaba de rechupete. O era falsa modestia, recurso de coquetería.

Ángel dijo, sin dirigirse a nadie en particular:

–Es hora de traer la lancha.

Tres hombres se dirigieron al camión y extrajeron de la caja roja una sorpresa más. Un gran bulto de hule amarillo, y en una segunda vuelta una bomba neumática que de inmediato activaron. En una tercera vuelta bajaron los remos. Con que así se iba a poner la cosa.

–Vamos –dijo Ángel, en general otra vez. (¿Vamos, kimosabi?)

Giró hacia mí, significativamente, mientras los hermanos o lo que fueran deslizaron sobre la resaca la embarcación ya inflada. Con cierto temor, me quité los zapatos y el sombrero. Era el único que los llevaba. Muy urbano, los tomé entre el pulgar y el índice y los arrojé a la lancha, como si los fuera a necesitar. Eva Pérez entregó el niño a su comadre y se embarcó como un hombre más. Los niños no. Fui el último en subir a la embarcación, torpemente y ya empapado. Me pareció que éramos demasiados.

Hubo sólo un sobresalto al remontar la barrera donde se enmontañaba el oleaje antes de romper. La brisa, fuerte y fresca. Cabalgando el agua sentí que la embarcación volaba en el vacío, suavecito. El rumor de las ballenas era más próximo. Gemían, pero no de dolor, ni tristes. Raros mamíferos de frontera, la evolución las olvidó en el mar. Desadaptadas en el agua, y más en el aire, para ellas encallar significa morir.

Antes, lo heroico era cazarlas y descuartizarlas. Hoy, protegerlas, salvarlas de la extinción, permitir que se apareen, considerar afrodisíaca su mera existencia. Moby Dick devino políticamente incorrecta. (Pero no hay que preocuparse, también la Ilíada). A la luz de la luna, despacio de pronto, la balsa se dirigía al encuentro con las ballenas.