Opinión
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El guapo de Papantla

Los años con Laura Díaz

A

un año de la muerte de Carlos Fuentes en mi memoria las huellas de La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz, Aura y Los años con Laura Díaz (¿autobiográfico?) y además, la perdida marca taurina Constancia y otras novelas para vírgenes. Carlos creó /muñeca privilegiada en cada novela su propia fisonomía, distinta cada una de la otra, sin estar nunca encima de las imágenes en el escrito. Siempre en la espera… a la distancia adecuada.

Qué profundidad de tercera dimensión tenía la escritura de Carlos, por ejemplo: en su Constancia… que le daba esa emoción a sus relatos tan pasionales como si fueran estatuas vivas, pero detenidos en el tiempo, en amores frenéticos pero irreales, reconfortantes pero insuficientes, muertos pero aparecidos, que lo demás, por importante que parezca, sólo eran brisas toreras que iban y venían, siempre pasajeras que el mundo y sus criaturas le enviaban.

Sólo quedan en la vida la magia de las huellas, esas huellas mexicas de amores vírgenes, desnudas, hoy que la palabra se muestra otra vez impotente ante la bestialidad humana, y es simplemente expresión de la fragilidad y el desamparo original. Magia de Fuentes, que busca una y otra vez afanosamente la intimidad estricta de la carne-cuerpo, fuera del tiempo y el espacio como si se tratara de una misma forma corporal, para que de ese modo se sienta la propulsión del propio latido, pasión desbocada, búsqueda del objeto perdido incontrolable, al que se persigue tercamente en una fecha que funda la pulsión del deseo con el dolor de la historia.

Pasión y locura calmantes de lo imposible, que se repiten con variantes en la iniciación de cada pareja, a querer o no, siempre con dos miras, en un deseo imposible de fusión, sólo diálogo infuso en ella, ella en mí, como amantes perfectos. Alguien que no soy ni es cuentahistorias, sea la de Constancia o la de Pedro Romero, el fundador del toreo moderno, o la de Francisco de Goya, Elisa la cómica, que se desmaya y orgasmea, muere y revive en historias que se vuelven reales y a su vez no lo son, y el tiempo y el espacio se acaban; en la pluma maestra de Fuentes; para que todo se calle, se confunda, los días, los años, las calles, las vírgenes, los ruedos de las plazas y los toreros, con el ojo interior, ojo de la cerradura, en el soplo del insomnio crepuscular que zumba por las noches y son huellas que despiertan otras huellas que se quedan en la representación de nuestro silencio y al diferenciarse son palabras que empiezan y no terminan, memorias cargadas de emoción y pasión desprovistas de oscuridad.

Novelas vírgenes que son para vírgenes, caricias desordenadas y miradas que fueron baladíes, vagos recuerdos de conversaciones a las que no se les dio importancia, entre ruidos que rompen el silencio, en ese pasado imagen, que no se sabe si es imagen o palabra, pero en los que aparece la pasión y la muerte y el cuerpo responde con una fuerza placentera que cobra vida en la narrativa de Fuentes que prende y no suelta, y en que una boca dicen unos pechos, una mariposa, un toro, unas sábanas, unas carnes, un toro negro, un brandy, un membrillo, un miembro, una niña, unos dientes, encarnaciones que recorren el tiempo mexicano y el español, y hablan desde él, desde ella, desde nosotros, algo que ya no es ni fue, pero es huella de ese otro que fue y sin ser ya es, por el milagro de la memoria, huella imborrable de ese alguien, registro que dice y habla y cuenta historias que son las mismas, pero diferentes, en retranscripciones y rescrituras.

Aquellas que nos dejan los hechos y son lo trascendente, no los hechos en sí. Los hechos nos impregnan y dejan después un reguero de olor a sangre, que olfateamos incansablemente en una persecución a la que solemos llamarla fidelidad, sin saber que ser fiel es ser en cualquier momento uno mismo, es decir, distinto. Ese distinto, al que arribó Carlos Fuentes, en la cúspide de su maestría literaria, en que su escritura era pasión de primera intención; ilógica paralógica del incesto encerrado en segundo texto; y dádiva ternura en tercer texto; hilo conductor de sus vírgenes, que al darse surgen de la magia de su pluma, buscando un encuentro que al darse nos da y nos ubica en esa huella personal, que le permita ser él mismo y generosamente invitarnos a serlo nosotros, sin depender de nadie, sólo ser distinto, para ser uno mismo, que es ser el amigo, el amante, la propia proyección de nuestras neuronas.

Como diría Daniel Halery: “La vida es un deseo y el deseo un tormento sin fin…”