a breve historia del Pacto por México empieza ya a tomar visos de una comedia en la que los actores olvidan el libreto a media escena, uno nunca sabe si se trata de un ensayo o de la versión definitiva y el director es una figura difusa y extraviada entre los enconos del personal y los dimes y diretes de los protagonistas. En todo ese mediático simulacro hay algo de los guiños de Fellini –o, mejor dicho, de una de sus frases preferidas: la vía más corta al absurdo es querer aparecer como reales
– y no poco de las advertencias desoídas de un pasado que, por inconcebible, resulta simplemente irrepetible.
En los años 40 y 50, el Partido de la Revolución Mexicana –después Partido Revolucionario Institucional (PRI)– iniciaban sus gestiones sexenales guiados por plataformas en las que la signatura de la Unidad Nacional
hacía de gran máquina retórica para apuntalar la distancia de la presidencia con respecto a los disímbolos actores políticos –y, en especial, frente a las facciones del propio partido oficial–. La evocación de la unidad
servía para emplazar amigos y acotar enemigos de la presidencia, para construir el aura del presidente de todos los mexicanos
, para premiar arrepentimientos y castigar a los obcecados y, sobre todo, para abrir espacios imaginarios (y a veces reales) a quienes quedaban fuera del presupuesto. Los saldos de la demarcación podían ser generosos o terribles: lo que se fraguaba era, en esencia, las lealtades a las reglas del viejo corporativismo, el presidente convertido en un fiel de la balanza
entre los sectores de la sociedad
.
Si algo no lograron las administraciones panistas (entre 2000 y 2012) fue precisamente destilar esa metasoberanía aparente y real de la presidencia respecto, sobre todo, de la sociedad política. Vicente Fox, enfrentado durante todo su sexenio al Congreso, a los gobernadores de la oposición y a la propia burocracia oficial, acabó siendo una versión lastimosa de la facción más defensiva y acomodaticia del poder conservador mexicano. Felipe Calderón hizo de la presidencia una máquina de guerra; una máquina que devino furgón de ilegalidades: esa franja delicada y peligrosa que define la proximidad entre el político y el criminal.
En parte por el shock de la ineptitud panista, en parte porque los partidos son burocracias de repetición, a partir de 2012 el PRI retornó a los códigos y los esquemas que ya conocía –casi, se podría decir, como un acto melancólico–. Entre la antigua Unidad Nacional
y el Pacto por México
no hay ningún trecho en la imaginación ni en la expectativa de una presidencia suprainstitucional. Sin embargo, visto desde la perspectiva de sus primeros seis meses de gestión, el pacto –que incluyó desde su nacimiento ¡95 acuerdos! de la dimensión de la reforma educativa y la reforma energética– se antoja más bien como un catálogo de expectativas no utópicas, sino distópicas. Hasta un jefe menor de fracción parlamentaria habría intuido lo que está pasando: cada uno de los partidos o las franjas de los partidos que lo firmaron está desgranándolo con su propia interpretación para posicionarse frente a las elecciones que vienen.
En rigor, se trata de una versión actualizada de las viejas prácticas corporativas, sólo que en lugar de los sectores sociales
se encuentran ahora los cuerpos de los partidos políticos. Digamos que una suerte de neocorporativismo político. La pregunta es si esto puede funcionar en el México de 2013 (además de que los partidos no son sectores sociales
simplemente por el hecho de que contienden en elecciones). La respuesta hasta ahora es que algo en el pacto podría funcionar para el PRI, pero sin duda no para el país –y menos para la sociedad política–.
Cuando el jueves pasado Miguel Ángel Osorio Chong afirmaba que el pacto atraviesa por una severa crisis
debido a las confrontaciones internas de los partidos
no hacía más que refrendar esa posible mentalidad (en ciernes) neocorporativa.
Obviamente el pacto –es decir, la carta de identidad para tener acceso o no a la presidencia– no causó la crisis de los partidos, pero sí la agudizó. La debacle del Partido Acción Nacional (PAN) –acaso la mayor desde 1976– tiene sus orígenes en el calderonismo: una parte mayoritaria del panismo no quiere verse envuelta en un partido que está a punto de convertirse en un silogismo histórico de la memoria de un genocidio (en rigor, la única solución profunda sería que el propio PAN llevara a juicio a Felipe Calderón.) La división del Partido de la Revolución Democrática (PRD) tiene una historia distinta y está ligada a la inoperancia del discurso del nacionalismo revolucionario.
Pero el efecto del pacto sobre ambos partidos fue definir franjas que tenían acceso al poder presidencial mucho más allá de sus equilibrios internos, con lo cual la estructura partidaria quedó evidentemente debilitada. Debilitar hoy a los de por sí débiles partidos significa producir una implosión en el Estado que no tiene necesariamente suplemento alguno ni compensación visible.
Nunca hay que olvidar que en la política mexicana lo que funciona para el presidente y funciona para el Estado puede llegar a ser de alguna manera operante, pero lo que sólo funciona para el presidente y no para el Estado puede desembocar en una situación de abismo.