Nepotismo y sucesión
a corrupción es consustancial a las élites gobernantes en los regímenes autoritarios de las antiguas repúblicas soviéticas de Asia central, pero no el único rasgo negativo: también practican el nepotismo.
La desmedida preferencia de que gozan los parientes, en algunos casos de descendientes, se acompaña de intenciones sucesorias, hasta ahora ciertamente no realizadas en ningún país de la región, a diferencia, por ejemplo, de Azerbaiyán, república caucásica cuyo presidente es hijo del último cacique comunista de la época soviética.
Todo indica que Gulnara Karimova, la extravagante hija mayor del vitalicio líder de Uzbekistán, Islam Karimov, quiere suceder a su padre, cuya deteriorada salud es, pese a la censura, cada vez más difícil de ocultar.
A punto de cumplir 41 años, acaba de dejar su lujosa mansión a orillas del lago Lemán, en Ginebra, donde ejercía de titular de la misión de su país ante los organismos internacionales con sede en esa ciudad suiza, para retornar a la patria y tratar de ganarse a los distintos clanes desde una posición apolítica como es la de presidenta de la fundación Foro para la cultura y el arte de Uzbekistán.
Hasta 2001, cuando se anunció su divorcio, Gulnara Karimova era la esposa de un próspero empresario estadunidense de origen uzbeko, que además de ser director general de la Coca-Cola en Uzbekistan tenía, al amparo de su suegro, el monopolio para importar azúcar, cigarrillos y alimentos, a la vez que exportaba algodón y derivados de petróleo.
Doce años después, la hija del presidente es multimillonaria. Aparte de quedarse con los negocios del ex marido incrementó su fortuna con la primera compañía uzbeka de telefonía celular, restaurantes y centros nocturnos, a cargo de prestanombres o registrados en paraísos fiscales para no manchar su reputación.
Desde 1995, Karimova inició una ascendente carrera diplomática –al parecer es una vocación compartida por su hermana Lola, que vive en París como jefa de la misión de su país ante la UNESCO–: asesora del ministro de Relaciones Exteriores, consejera en la misión ante la ONU en Nueva York, ministra-consejera en la embajada en Moscú, viceministra de Relaciones Exteriores, embajadora en España y su último cargo en Ginebra.
En sus ratos de ocio, se volvió diseñadora de ropa y de joyas –denunciada por explotar a menores de edad en la recolección del algodón–, poeta, cantante con el nombre escénico de Googoosha (plagiado a la diva iraní Googoosh), mecenas y entusiasta del yoga.
En una palabra, Gulnara Karimova está acostumbrada a hacer lo que le viene en gana. Pero ocupar la silla presidencial parece un propósito imposible. Los clanes apoyan a otros candidatos y, cuando muera su padre, corre el riesgo de perderlo todo.