espués de seis meses de negociaciones entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), han firmado en La Habana el primer acuerdo político sobre un punto fundamental: el campo, escenario de una centenaria desigualdad social y violencia, teatro donde se tendrán que dar los grandes cambios económicos y sociales que apuntalen las transformaciones políticas, el fin de las confrontaciones armadas y los cimientos de una sociedad menos injusta y violenta.
Los colombianos hemos padecido por más de 100 largos años los oprobios de la guerra: vimos morir el siglo XIX y nacer el XX en los fragores de las armas y la sangre de la Guerra de los Mil Días, cuyos ecos literarios perviven en Cien años de soledad; durante la primera mitad del siglo pasado sufrimos innumerables conflictos que confluyeron en el asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, magnicidio que dio origen al levantamiento generador de los grupos guerrilleros liberales y comunistas que incubaron lo que hoy son las FARC.
Aunque en sus inicios esta guerra fue simbolizada por los colores azul y rojo de conservadores y liberales, en realidad ha sido una despiadada lucha sin cuartel por la tierra, una tierra generosa y rica en aguas, minerales, vegetales y especies que no sólo no fue repartida nunca entre los campesinos e indígenas, como en la Revolución Mexicana, por ejemplo, sino que se ha ido concentrando cada vez más en muy pocas manos a golpe de machete, bala y sangre; por ello el acuerdo inicial titulado Hacia un nuevo campo colombiano: reforma rural integral
nos llena de esperanza.
Aunque en Colombia ya se había firmado un proceso de paz con el grupo guerrillero M19, ratificado por una Asamblea Constituyente (1991) que modernizó la decimonónica Constitución –dedicada al Sagrado Corazón de Jesús– y abrió espacios democráticos de participación política a la oposición de izquierda, a los indígenas y a las negritudes, no se modificaron ni la propiedad latifundista ni las condiciones de desigualdad social. Y al contrario de lo que se podría esperar, ni el acuerdo de paz ni la nueva Constitución lograron disminuir la violencia ni el despojo de tierras ni el desplazamiento de los campesinos e indígenas, situación agravada por el fenómeno del narcotráfico y los grupos paramilitares.
La cuestión agraria es sólo el primer punto de la negociación, pero es un asunto clave a partir del cual se abordarán otros de naturaleza más política. Grosso modo, se acordó crear un fondo para distribuir las tierras tomadas a la fuerza por paramilitares y narcotraficantes; se expedirán títulos de propiedad de los terrenos colonizados y trabajados por los campesinos, se creará una jurisdicción especial para protegerlos y se modernizará el catastro para combatir con impuestos las grandes extensiones de terrenos improductivos; todo esto sin afectar la propiedad privada lícita, y con sujeción al ordenamiento constitucional y legal
vigente, desmintiendo a los enemigos de la paz que siembran el miedo entre pequeños, medianos y grandes propietarios legítimos; asimismo, se trabajará para desarrollar la agricultura, superar el atraso y las limitaciones en educación, salud, vivienda, servicios e infraestructura, y cerrar la gran brecha existente entre la ciudad y el campo.
Aunque nada está acordado hasta que todo esté acordado
, principio rector de las negociaciones, este primer paso da luz y aire a un proceso que empezaba a generar dudas por su duración, por la triste memoria del fracaso de las negociaciones entre las FARC y el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), y por la férrea y tozuda oposición de los sectores políticos más conservadores y reaccionarios del país, encabezados por el ex presidente Álvaro Uribe, fundador de las Convivir, origen de los ejércitos paramilitares con quienes firmara un pacto político durante su mandato.
Aunque faltan cinco puntos más de la agenda de negociación –entre ellos los muy difíciles de la integración a la vida social, económica y política de los guerrilleros, la protección de sus vidas, el desmantelamiento de los paramilitares y la institucionalización de los acuerdos–, aunque es muy fuerte la resistencia de algunos terratenientes y aristócratas conservadores, la apuesta por la paz nos permite soñar esperanzados con el fin del centenario e infame conflicto, con la solicitud y la concesión del perdón por las decenas de miles de víctimas de los dos lados, con la verdad y la reparación, con una Colombia más moderna y ecológica, más democrática, menos desigual, menos injusta y menos violenta.
* Profesor-investigador, UACM y UNAM