a maestra María Magdalena Herrera Carrillo da clases de segundo de secundaria a 12 alumnos. Su escuela es la telesecundaria Felipe Ángeles, que se encuentra en la comunidad de Las Catarinas, en el municipio de Fresnillo, Zacatecas. Sus estudiantes tienen entre 13 y 15 años. Son hijos de jornaleros agrícolas, y ellos lo son también.
Enseñar allí no es fácil. Los muchachos faltan mucho a clases. Ningún estudiante asistió a clases todo el calendario escolar. Algunos se ausentaron 22, 28 y hasta 39 días. Cuando hay trabajo abandonan la escuela. Jornalean por temporadas en la siembra y la cosecha de chile, cebolla, ajo y frijol, o dejan de atender las tareas escolares porque se van a tardear
(a trabajar en el campo por la tarde).
Tampoco van cuando se ponen malos. Y se enferman mucho. En la comunidad hay una casa de salud, pero no médico ni medicinas. Hay promotoras que apenas y tienen los conocimientos sanitarios básicos pero carecen de equipo. Los jóvenes están desnutridos. Muchos tienen la piel opaca y con manchas, y el pelo quebradizo.
Su futuro académico es gris. Al terminar la secundaria, los 80 alumnos de la escuela difícilmente van a seguir estudiando. No tienen forma de hacerlo. Su vida va a seguir intacta. En el pueblo sólo 14 personas tienen estudios más allá de los básicos. En cambio, casi uno de cada 10 habitantes es analfabeto. El grado medio de escolaridad es de apenas 4.3 grados.
La realidad educativa de Las Catarinas no se explica al margen de su situación socioeconómica. El poblado tiene mil 475 habitantes. Casi todos se dedican a la agricultura. Sólo 198 están reconocidos como parte de la población económicamente activa. Sus ingresos son precarios: 27 ni siquiera ganan el salario mínimo, 123 sacan entre uno y dos, y sólo uno obtiene más de 10 salarios mínimos.
En la comunidad hay 315 viviendas, 48 con piso de tierra y 27 de una sola habitación. Sólo dos terceras partes tienen instalaciones sanitarias, aunque prácticamente todas cuentan con luz eléctrica y televisor. Sólo en tres hay computadora.
Magda nació en Huejúcar, Jalisco, en el seno de una familia numerosa. Tiene 42 años de edad y una hija. De joven emigró a Zacatecas para estudiar humanidades y filosofía en la universidad autónoma de ese estado y una maestría en educación.
La docencia es lo suyo. Tiene vocación. Para ella carece de sentido ser maestra si su labor no tiene impacto. Ha enseñado lo mismo en escuelas públicas que en privadas, como el Tec de Monterrey. Con nostalgia recuerda que allí tenía todo lo que necesitaba para enseñar historia del arte: enciclopedias, cañones, pantallas, lo que hiciera falta.
Nada que ver con la infraestructura y equipamiento de la Felipe Ángeles, que ni computadora ni interconectividad tiene. De hecho, 90 por ciento de los alumnos no han manejado nunca una computadora. Los libros de texto parecen baraja, de tan desbaratados que están. En cada recreo, 80 jóvenes se amontonan en una elemental cancha de basquetbol. Allí juegan y hacen deporte. No importa qué tan buen profesor se sea, enseñar en esas condiciones es difícil.
Magda se desespera. Hace unos meses les pidió a unas alumnas que hicieran una investigación sobre la Segunda Guerra Mundial. Ellas se llevaron los libros de texto para trabajar. Pero la información que había en ellos fue insuficiente. Una de las estudiantes le mandó un mensaje de texto por cobrar en el que le preguntó: ¿dónde más puedo investigar? No tuvo respuesta: en el pueblo no hay bibliotecas, ni Internet, ni ordenadores; en las casas tampoco.
Pero su malestar es mayor cuando habla del futuro de sus estudiantes. Sabe que son inteligentes. Hay momentos en la clase, en que sus comentarios la sorprenden. Pero están inmersos en una realidad que no les ofrece un futuro mejor. Los muchachos quieren ganar dinero fácil y rápido. ¿Nosotros qué les ofrecemos?, ¿para cuál empleo los preparamos? No nos dejan que tengan expectativas.
En el municipio el narcotráfico florece. En las aulas se han escuchado balazos. Es un rival fuerte
, asegura. “Me veo contradicha en lo cotidiano. Trato de abrirles otra expectativa, una senda de bien para ellos, y me preguntan: ‘¿Cómo llego a la universidad?’ Y yo, ¿qué respuesta les puedo dar?”
Como en tantas otras escuelas, los padres de familia pagan cuotas. Sirven para comprar papelería, reparar puertas, chapas, baños. Pero nunca alcanza para todo lo que hace falta. Se necesitan mesas grandes, computadora, un globo terráqueo, las cosas mínimas para trabajar.
Magda da clases de 8 a 2. Se traslada a la escuela por carretera. Le toma 45 minutos llegar a Las Catarinas desde Zacatecas. En un día trabaja varias asignaturas con el mismo grupo, pero también ocurre que al mismo tiempo puede estar atendiendo un equipo que trabaja matemáticas, otro que trabaja español y otro en ciencias, porque no todos los estudiantes avanzan al mismo ritmo. Y, para hacerlo tengo que estar toda yo en ello. Es un trabajo absorbente. A veces me siento fuera de mí. No me acuerdo de los pendientes
.
La escuela –asegura la maestra– es más que las matemáticas, la geografía, la biología. Está conectada con la vida de las personas y las comunidades. Si les enseño algo es para que tenga impacto en su vida y en la de su comunidad. A mí no me preocupa si aprueban o no, sino las posibilidades que tienen de modificar su vida.
A Magda la prueba Enlace le parece un equívoco, un mecanismo absolutamente inadecuado para evaluar a sus estudiantes. ¿Cómo ver lo que realmente impacta la escuela en sus vidas con un examen estandarizado de opción múltiple?
La reforma educativa, asegura la maestra: No les va a funcionar. Yo no quisiera estar en su papel: ¿cómo le van a hacer para medir si un alumno pudo o no aprender a resolver un sistema de ecuaciones?, ¿cómo van a saber si el logro o la carencia que tuvo se debe a la manera en que se plantearon los ejercicios en el libro de texto, o se debió a las prolongadas ausencias del alumno, o al trabajo pedagógico del maestro? ¿Cómo van a deslindar responsabilidades? ¿Acaso van a reprobar a los profesores?
La experiencia de la maestra María Magdalena Herrera Carrillo demuestra el absurdo de la reforma educativa recién aprobada. Una reforma hecha para un país inexistente. Muestra, sin haberse aún aplicado, que es inviable. Anuncia su estrepitoso fracaso.