ace casi 100 años, en 1930, Keynes reflexionó sobre las posibilidades económicas de nuestros nietos
. Basado en lo que observaba y sabía, sostenía que con la tecnología de su tiempo y las capacidades productivas acumuladas, el mundo podría cantar victoria sobre la escasez y asegurar a todos la satisfacción de sus necesidades elementales. Todo sería, digo yo, cuestión de tiempo, paciencia y ciencia.
No le faltaba razón al sabio de Cambridge, pero es claro que le faltó un poco de geografía y un mucho de demografía. El fantasma de Malthus, siempre a la sombra de la cama del enorme pensador inglés, se las ha arreglado para advertirnos de un mundo marcado por la desigualdad en lo básico, que no se reduce al acceso a los bienes que identificamos con la vida moderna, sino a la alimentación y los servicios elementales de salud y educación, cuya provisión es insuficiente y defectuosa. Hoy, este mundo de la vulnerabilidad se ha apoderado de la existencia cotidiana de millones que hasta hace poco confiaban en que esa escasez era o podía ser cosa del pasado.
La pandemia de la austeridad cobra ya su cuota a la provisión de los bienes y servicios fundamentales del bienestar moderno. Esta plaga, presentada como política única de salvación del mundo, ataca con tal intensidad e impunidad que las discusiones académicas sobre pobreza, desigualdad, clases medias y demás, así como el uso que de ellas quiere hacerse en y desde la política, suenan fútiles a más de perniciosas.
Desde la perspectiva abierta en la posguerra, dominada por el gusto y las pautas de consumo propias del capitalismo que madurara en esa época, es seguro que nunca llegará un momento en que pueda decirse que lo que se tiene es suficiente, una conformidad civilizatoria que parece ser crucial para asegurar la reproducción del entorno y de la especie misma. Así lo plantean con brillantez lord Skidelsky, el gran biógrafo contemporáneo de Keynes, y su hijo en How Much is Enough?, libro de obligada consulta en estos lúgubres días.
A pesar de las advertencias hechas desde los años 70 por el Club de Roma así como por los estudios y proyecciones de Paul Ehrlich y sus colegas de la biología evolutiva, el desperdicio masivo de materias primas, muchas de ellas no renovables, y el deterioro natural han seguido su curso para poner al mundo al borde de un colapso. El día después de mañana
parece más bien remitirnos a un ayer que ocurre todos los días alrededor del globo.
Frente a la crisis global, que no cede ni promete una fecha creíble de término, la austeridad fiscal se ha impuesto como credo inapelable. Pero no para buscar nuevas plataformas de consumo y distribución, acordes con lo que reclaman la protección social universal y la del ambiente, sino para disciplinar a las mayorías y arrinconar a los trabajadores, obligándolos a aceptar regímenes laborales, de salarios y protección, acordes con una visión retardataria y unilateral de lo que significan en nuestro tiempo la acumulación de capital y el progreso económico y técnico en general.
Sin hipérbole, a partir de 2009 se vive una tragedia de alcances planetarios, aunque su impacto sea desigual en regiones, grupos sociales y naciones. Implacable, esta crisis parece capaz de cambiar el mundo tal y como sus habitantes lo construyeron y soñaron en las décadas que siguieron al fin de la Segunda Guerra, para llevarlo a una grotesca vuelta en redondo, a una re-volución
, que muchos tal vez consideren imposible desde una sensata mirada racional. Sin embargo, el hecho es que el mero intento de llevar a cabo esta vuelta de tuerca ha significado ya daños mayores que pueden ser catastróficos y cuya reparación se ve muy cuesta arriba, en especial en lo tocante a los tejidos sociales primordiales que han sostenido la convivencia en las sociedades avanzadas o emergentes.
El planeta requiere que sus economías crezcan porque la mayoría de sus habitantes dependen del empleo que ese crecimiento pueda generar. Así de sencilla, la ecuación de nuestro tiempo guardaría enorme parecido con la que Keynes puso en el centro de su preocupación teórica y práctica y cuyo despeje podría significar para él, y muchos de quienes pensaban igual, el inicio de una nueva fase para el mundo; una era cuya realización lo llevara a imaginar con confianza el futuro económico de sus nietos.
No ha caminado la especie en la dirección esperada por el profeta de Cambridge. Pero tampoco puede decirse que lo haya hecho en un sentido contrario. A partir de 1930 y a través de las grandes catástrofes que definieron el siglo XX, las sociedades se las arreglaron para construir formas de protección social y conducción política que entonces eran vistas por muchos como inviables y, desde los extremos totalitarios, hasta indeseables.
Recuperar esta especie de fe racional en la capacidad de innovación social es indispensable para que la elemental ecuación keynesiana esté a la altura de los tiempos presentes, donde la demografía y la ecología se han convertido en pinzas y restricciones de los modelos simplistas de recuperación de la dinámica económica. Restaurar esta fe racional, implica que los estados asuman con urgencia la inevitabilidad de su intervención por la vía fiscal y no sólo monetaria, pero también que las sociedades entiendan que una nueva ronda de reforma, solidaridad y cooperación sociales es indispensable si, además de volver a crecer económicamente y por esa vía crear empleos, se quiere restaurar el bienestar social como derecho fundamental y universal y, a la vez, asegurar una efectiva y durable defensa de la tierra
.
El futuro económico de aquellos nietos no se realizó tal cual lo quería su abuelo… pero nietos sigue habiendo y tan sólo por eso vale la pena tratar de obedecer mandatos para pensar y actuar como el que nos legara el caballero inglés. Salvo que, como nos ocurre hoy aquí, nos obstinemos en vivir en clave adánica.
*(Para un homenaje a nuestra paciencia después del bochorno del 7 de julio)