Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

La estrella fugaz

C

omo a Joel lo mandaron con una carga de muebles a Tampico, al menos por unos días no será necesario que me levante tan temprano. Podré quedarme hasta muy noche viendo noticieros o viejas películas mexicanas. Me encantan porque en ellas recupero partes de la ciudad que ya no existen, vecindades que fueron demolidas y casas ricas en Las Lomas donde nunca faltan las cortinas drapeadas y los floreros con gladiolas.

Ese era el ambiente de una película que pasaron anoche. La tomé ya empezada, en el momento en que una mujer con sombrero de ala corta y abrigo de pieles se despide de la sirvienta que, con la cabeza inclinada, le murmura: Usted ha sido muy buena conmigo. Quiero corresponderle. Permítame ayudarla. Te lo agradezco, Lola, pero no es posible. Ya no hay nada que hacer. Será mejor que me vaya antes de que Raymundo vuelva. La sirvienta, llorando, abre la puerta y se hace a un lado para dejarle el paso libre a la dama del abrigo.

No era difícil imaginarse el resto de la trama. Iba a cambiar de canal cuando Lola se lleva las manos al pecho, levanta la cabeza y habla hacia la cámara como si se dirigiera a Dios: Señor, ¿por qué permites que la gente buena sea tan desdichada? En ese momento creí reconocer en Lola a mi tía Leonor. Los ojos rasgados pero sobre todo la abertura entre sus incisivos la hacían inconfundible.

Seguí viendo la película con la esperanza de que Lola confirmara mis sospechas. Para mi desgracia, el personaje se diluyó y se volvió una sombra que contestaba el teléfono o se abría paso entre los invitados a fiestas absurdas en donde Raymundo, con traje de tres piezas, ostentaba una felicidad tan falsa como su peluquín. Al final de la película, Lola recupera cierto protagonismo cuando, vestida con un traje sencillo y una maleta colgándole del brazo, abre la reja de la mansión y se pierde en una avenida brumosa donde el viento arrastra las hojas de los árboles.

El rencuentro con mi tía Leonor me dejó atónita y me hizo recordar escenas olvidadas de mi infancia.

II

Leonor fue la única de mis tías que logró casarse. Al contraer matrimonio con Joaquín, un empleado de correos ocho años mayor que ella, rompió la cerca de obligaciones que mi abuela viuda les había impuesto a sus tres hijas para retenerlas a su lado. A cambio de lo que consideraba un sacrificio, mi abuela le impuso a su hija menor una obligación: conservar el hábito de comer todos juntos los domingos.

La boda se hizo a las siete de la noche. Alma y Adela, mis tías solteras, actuaron como damas de honor con la rigidez de un sargento de guardia y sin disimular su antipatía por Joaquín. No hubo banquete. El viaje de novios fue a Querétaro. Me recuerdo niña, entre el montón de primos y vecinos, arrojándole puños de arroz al cochecito gris de Joaquín y cantándoles a los recién casados: Ya se casó. Ya se amoló. Ya tuvo un hijo. Ya tuvo los dos.

Al volver de su luna de miel, Joaquín y mi tía Leonor se fueron a vivir a la casa de enfrente. Era agradable y tenía un patio. Por eso algunas tardes mi hermana Fina y yo íbamos a jugar allí o nos quedábamos por largos minutos viendo desfilar a las cucarachas, oscuras y brillantes como huesos de mamey.

A causa de sus obligaciones en el correo, Joaquín pasaba muchas horas fuera de la casa. A los dos años de matrimonio, y aún sin hijos, Leonor decidió buscar empleo. Lo encontró en un restaurante cerca de los Estudios Churubusco. Una tarde al salir de su trabajo, Sandra, una compañera, le propuso que fueran a ver cómo se filmaba una película. Ella accedió. Fue tal su entusiasmo que varias veces regresaron a los estudios.

Todo esto lo sabíamos porque cuando íbamos a visitarla Fina y yo, mi tía no hablaba de otra cosa y hasta nos confesó su anhelo de salir en una película. Joaquín la oía tranquilo, condescendiente, como un padre que escucha los sueños imposibles de su hija. Se equivocó.

III

Un domingo coincidió con el cumpleaños de mi tía Leonor. Nos invitó a celebrarlo en su casa. Encontramos a Joaquín malhumorado y tenso. Durante la comida no habló. Ofendida por ese comportamiento, antes de que se partiera el pastel con las velitas, mi abuela se levantó de la mesa y ordenó que nos fuéramos. Para evitarlo mi tía le explicó la situación: Joaquín estaba disgustado porque un joven director la había visto en los estudios y le había propuesto desempeñar un papel en la que iba a ser su primera película.

Aturdidos por la sorpresa no hicimos comentarios. Leonor solicitó el apoyo de sus hermanas: Alma, Adela: ¿verdad que no tiene nada de malo trabajar en el cine? Por favor: díganselo a Joaquín. Sin darles a sus cuñadas tiempo de responder, él habló al fin: Lo único que vas a conseguir es que te corran del trabajo. Mi tía Leonor, casi de rodillas, se apresuró a decirle: No. Ya pregunté en el restaurante y me dijeron que sí me dan permiso de faltar unos días. Serán dos o tres porque mi papel es muy chiquito.

Ignoro qué habrá hecho mi tía Leonor para convencer a Joaquín de que le permitiera salir en una película. Su filmación se demoraba de una semana a otra pero la futura actriz no perdía la esperanza ni el interés en prepararse bien. Me consta porque con frecuencia, al ir a visitarla, Fina y yo la veíamos dando vueltas por la sala con un libreto entre las manos.

En otras ocasiones la mirábamos inclinar la cabeza ante un espejo imaginario, atravesar la sala con una charola inexistente o llevarse las manos al pecho como si rezara. A veces nos pedía opinión: ¿Me veo bien? ¿Se entiende lo que digo? Fina y yo aplaudíamos seguras de que la tía Leonor, pecosita y con los dientes separados, iba camino al estrellato y nosotros a la conquista de otro nivel ante nuestros vecinos.

La posibilidad de la película lo cambió todo. Leonor se puso a dieta. Joaquín empezó a regresar más noche del trabajo. Mis padres murmuraban. Mi abuela encendía veladoras. En la casa de enfrente también sucedieron cosas: las cortinas cubrían las ventanas desde temprano y se escuchaban gritos. Nos tranquilizábamos deduciendo que la tía Leonor estaba ensayando alguna parte trágica de su actuación, la que por cierto, según ella, iba a ser menos pequeña de lo supuesto.

Una noche estábamos cenando cuando apareció Leonor. Sus ojos brillaban como nunca. Se veía feliz porque al siguiente lunes empezaría por fin el rodaje. Mi abuela y mis padres la felicitaron sin entusiasmo; Fina y yo la admiramos como nunca.

IV

Durante las semanas del rodaje Joaquín se distanció. La nueva actriz salía o regresaba a deshoras. Sin respetar su cansancio, en cuanto nos era posible Fina y yo corríamos a preguntarle novedades acerca de la película. El entusiasmo de mi tía nunca decayó, ni siquiera cuando por exigencias de la producción, su papel de Lola quedó reducido a unas cuantas líneas.

La película se estrenó en la provincia, sin pena ni gloria. Aquí, que yo sepa, nunca estuvo en cartelera. Apenas anoche, de casualidad, la vi en televisión y ya olvidé lo que dice Lola. En cambio estoy segura de que mi tía Leonor, a pesar de los años transcurridos desde la filmación, recuerda cada palabra de su personaje y la repite cuando quiere llenar el vacío de su nueva casa y el de su antigua relación con Joaquín.

Hace mucho que no tengo noticias de mi tía Leonor. Algo me dice que no volveré a verla o si acaso una noche, por accidente, unos cuantos minutos en la televisión bajo el disfraz de Lola.