a obra cinematográfica de Luis Buñuel encuentra raíces en la obra nietzscheana: “En el centro de esas experiencias límite del mundo occidental surge por supuesto la de lo trágico propiamente dicho, partiendo de la demostración de Nietzsche de que la estructura trágica a partir de la cual se forma la historia del mundo occidental no es otra cosa que el rechazo, el olvido y el arranque silencioso de la tragedia (una religión para la muerte, el cristianismo; cruces, espinas, clavos, sangre…)
Una locura con la que la razón incursiona en un diálogo, una locura con la que se encuentra una distancia óptima, se cabalga junto a ella, proveniente del propio discurso y del discurrir humano, demasiado humano como para ignorarlo, locura a la que sólo se evoca para dirigir su fuerza crítica y demoledora sobre las ilusiones humanas y sus propósitos y por otro lado, en el envés, una locura que lleva el sello de la tragedia humana: lo trágico de lo humano o lo muy humano de lo trágico. Locura que pretende ser domeñada bajo la cruel benevolencia del humanista y su ceguera (Erasmo, El elogio de la locura).
Si muchos españoles –entre otros Buñuel– con los traumas de la Guerra Civil a cuestas, elevaron voces privilegiadas desde el exilio, Freud nos develó el mayor de los exilios y la marginalidad poniendo el acento en el mito y la tragedia. El mayor de los exilios, el trazo perenne y doloroso del ser humano que es el desamparo originario, la dolorosa incompletud: estamos solos en el mundo, siempre en busca de un algo
que calme.
Exilio que en la obra de Buñuel enuncia que justamente en lo no dicho es donde está lo esencial. Identificado con los marginales del mundo vive la intensidad del ¡ay! desgarrado del dolor hondo de los traumados por la vida, el ¡ay! desesperado de los hambrientos en el mundo (en México la mitad de la población). Tema que lo inmortalizó en esa genial película titulada Los olvidados, donde la multiplicidad de significaciones es infinita. Al someter la realidad a lo destructivo de la miseria y usar un lenguaje que no puede ser interpretado literalmente porque cada uno de los términos está encajado dentro de otro en una sucesión infinita o interminable. El miramiento por la figurabilidad o el cuidado por la representabilidad del cineasta aragonés es una función que lleva a cabo la transposición de los pensamientos en imágenes visuales, permutación de la expresión lingüística por medio de un desplazamiento a lo largo de la cadena asociativa. El desplazamiento se consuma, siguiendo esta dirección: una expresión incolora o abstracta es trocada por otra figural y concreta.
Escenas donde lo trágico se devela como única verdad universal y necesaria, capaz de deslizarse y sortear cualquier vano y equívoco intento de racionalización y llevarán inevitablemente el estigma del drama de la realidad, de la totalidad escindida, magistralmente captado años antes por la mirada de su paisano el pintor Francisco de Goya en el contraste entre luz y sombra, vida y muerte, comicidad y tragedia.
Para él, el mundo era algo visto –imaginado
– desde un punto de mira que no es el propio del hombre. No era el mundo tal como realmente lo percibimos desde la conciencia angustiada ante el pasar de las cosas y el irremediable transcurrir por la vida-muerte; el mundo mirado no era tal como se mira, desde las fronteras de la noche, los límites de la nada. Buñuel traspasó las fronteras del yo, las trascendió y se miró y fue mirado como se vería desde fuera de uno mismo, impersonalmente, intemporalmente. Visión desde fuera del mundo. Reflexión especular, retención de imágenes, absorción del tiempo. Memoria que incursionaba en el pasado vivo, que por sí mismo se modificaba, lo corregía, lo aumentaba, disminuía y daba paso a nuevas significaciones.
Sigue vivo en las pantallas el director de Los olvidados, Viridiana, El ojo de Luis Buñuel, El ángel exterminador…