ste julio se cumplieron 45 años del despertar estudiantil del 68: un festivo amanecer a la ciudadanía moderna que es propia del reclamo democrático, que la miopía irracional del poder quiso cortar de cuajo el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. El desenlace fue terrible y sangriento y marcó a esa y las siguientes generaciones de mexicanos que en aquel año vislumbraron la posibilidad de la libertad y su traducción en una democracia propiamente dicha, cuya posposición sin fecha de término parecía haberse convertido en misión histórica para una clase dirigente sin visión ni sensibilidad histórica.
De esto y más se habrá hablado el viernes, en el homenaje a Raúl Álvarez, emblemático dirigente de aquella gesta e irredento luchador por las mejores causas de México y los mexicanos. Sus empeños marcan, sin duda, la época que aquel movimiento inauguró con dolor, valor y coraje que vivieron Raúl y sus compañeros del CNH así como miles de quienes los siguieron y apoyaron.
Con todo y lo traumático que fue el fin del movimiento, así como su difícil secuela, hoy resulta absurdo negar o tratar de minimizar los efectos múltiples y multiplicadores derivados de esas intensas jornadas, tanto en el juego político nacional como en el tejido sociocultural que definen el presente mexicano. A la vista de lo acaecido desde entonces, resulta pueril intentar soslayar la naturaleza política transformadora del movimiento, acudiendo al argumento simplista de que la despolitización inicial de los estudiantes y de la sociedad mexicana en su conjunto no podía sino dar lugar a un festival, cuando a no a una alharaca sin importancia
, como propuso groseramente el presidente Díaz Ordaz.
Entre otras riquezas del movimiento puede ubicarse el hecho de que se trató de una movilización colectiva en la cual, por primera vez en un México cada vez más moderno y urbano, se dieron cita no sólo los jóvenes estudiantes de los niveles medio superior y superior, sino varias generaciones de mexicanos, de profesionistas, comerciantes, amas de casa o empleados públicos. Fue al calor de la protesta desatada por el movimiento estudiantil que estas capas empezaron a descubrir la calle como espacio creativo, no sólo para las diferentes expresiones ideológicas o políticas, sino para las más variadas convergencias de grupos y personas identificados por el reclamo de libertad política, ante un sistema que cada vez era menos capaz de prestar oído a las necesidades de expresión de amplias capas sociales.
El movimiento, entonces, tuvo la enorme significación de volverse, sin previo aviso, un gran foro de expresión de una conciencia social que, si bien incipiente, reclamaba derechos cívicos, rechazaba al autoritarismo, la corrupción y la impunidad, aspectos que solían darse por inconmovibles en la vida pública mexicana; exigencias que tenían un indudable carácter político, pero pronto lo trascendieron para conformar un severo reclamo ético. Estas llamadas fueron respondidas con métodos y medios, retórica y coacción, sin límite, que conformaron la imagen cruda del poder en México: un sistema autoritario de cuerpo entero y sin mediaciones; sin capacidades ni disposición ni mecanismos para encauzar los conflictos por ámbitos institucionales. Al descubrirse desnudo, a este poder no le quedó más camino que el ridículo de ver en ese despertar cívico la puesta en acto de una conjura internacional.
Así, desde esta perspectiva envenenada, era claro para el presidente y su gobierno que no se podía conceder lo reclamado, ni abrirse a un diálogo renovador como el planteado en el fondo por los estudiantes y muchos de sus profesores. Hacerlo, significaba poner en peligro todo el edificio del mando único y la inclusión social administrada y siempre subordinada a dicho mando, en que se había convertido el régimen de la Revolución después de décadas de alejamiento de sus bases sociales y de corrosión de sus principios e ideales. Al insistir hoy en esta circunstancia, puede resaltarse algo que desafortunadamente no ha desaparecido de las coordenadas de nuestro intercambio político: el alto contraste y la escisión que se impone abruptamente entre la visión del gobernante y su grupo, alimentada por las especulaciones más diversas y disparadas y la convicción democrática y legal que alimentaba las decisiones, así como las acciones del movimiento y su dirigencia. Balbuceante y hasta torpe, si así quiere verse, la gramática política que emergía, sin sofisticación alguna, sin tradición cercana de la que echar mano, era la de una ciudadanía que veía en las libertades democráticas la simiente de su identidad. Su conjugación llevaba y llevaría, con los años, a descubrir el lenguaje de los derechos humanos que hoy articula lo fundamental del discurso político democrático.
Dos de octubre no se olvida
porque, simplemente, no podemos olvidarlo; pero su recuerdo tiene que inscribirse en una historia pasada y del presente larga y compleja, agresiva y poco generosa. Hacer de este recuerdo el punto de partida de una reflexión comprometida con la razón histórica, a la vez que con un reclamo político por una democratización intensa y extensa del Estado y la sociedad, obliga a volver los ojos a la nación en su conjunto, su historia y formación económica y social. Es en este sentido que la del 68, más allá de memoria es historia presente y debe ser una lección de futuro que nos obliga a una permanente recuperación teórica y crítica, ética.