a República de Chechenia tiene un largo historial separatista de Rusia. Al desintegrarse la Unión Soviética surgió un fuerte movimiento para instaurar un país autónomo musulmán a base de guerra de guerrillas y ataques por comandos suicidas en lugares específicos. Uno de estos ataques ocurrió en 2002 cuando un grupo de chechenios tomó por asalto el Teatro de Dubroka en Moscú, totalmente lleno, en donde se representaba la comedia musical Noreste, amenazando con matar a los rehenes, uno a uno, si no se retiraban las tropas rusas de Chechenia. El gobierno moscovita respondió lanzando por las ventilas del teatro un gas que supuestamente adormecería tanto a los atacantes como a los rehenes, pero que resultó ser venenoso y dejó una estela de 172 muertos entre unos y otros, algunos espectadores extranjeros. El presidente Putin se negó a especificar de qué gas se trataba y surgieron muchas especulaciones, sin que se haya develado hasta la fecha, a pesar de la difusión que el hecho tuvo y las solicitudes internacionales para conocer el gas, específicamente de Estados Unidos, su poderoso socio.
El dramaturgo alemán Torsten Buchsteiner tomó este tema para escribir su multipremiada obra Noreste en que no se dan juicios morales y en que tampoco se analizan posibles culpabilidades, sino que al grito de una de las atacantes, las llamadas viudas negras
–por haber perdido a sus maridos–, de amar la muerte, finalmente se antepone el de amar la vida, lo que no es un grito sin relevancia en estos tiempos mexicanos de violencias inútiles. El autor elabora su texto a través de los recuerdos de tres mujeres muy disímbolas, y lo que cuenta un músico ruso, testigo como otros que se acercan al teatro sin inmiscuirse en el desarrollo de los hechos. La elección de las narradoras cubre las posibilidades de los hechos, ya que son: Zura, la chechena viuda negra
que elige la vida, Olga, la espectadora no moscovita que ha llegado al teatro por primera vez junto a su esposo e hija, y Tamara, la médica que describe lo que ocurre en la calle cuando llega en la ambulancia y luego el interior cuando los captores le permiten la entrada. Olga narra los momentos de temor, cuando su hija es separada de ella y la llevan con otras niñas, o la molestia por el hambre y por cumplir con necesidades fisiológicas lo que al final hacen todos en el foso de la orquesta. Los parlamentos de las tres mujeres describen muy vívidamente los hechos y terminan, en otro tono, con la acotación de la hora. Su alternancia está marcada por un acorde del músico en su acordeón.
A un texto tan inteligente corresponde una escenificación de igual nivel. En un escenario diseñado por Mauricio Ascencio, también iluminador, en el que privan las butacas rojas de un teatro, algunas en alto sobre unas plataformas con escaleras correspondientes, y que remite al lugar de los hechos aunque no sea necesariamente el sitio a donde las testigos acuden, el director mueve a las tres narradoras que nunca dialogan entre sí, aunque a veces se sienten juntas, y las mueve por todas las áreas, por separado las acerca al proscenio, las sienta en alguna de las áreas escenográficas, ya arriba, ya abajo, casi de espaldas al público como en un momento casi final ocurre con Tamara, o en el suelo como Zura que dura así unos instantes. El trazo de Flores de la Lama nunca se impone en su dirección, sino que es fluido y se centra sobre todo en la dirección de sus tres actrices.
Como Olga, la actriz, docente y excelente dramaturga Claudia Ríos que da todas las inflexiones de su personaje. Aurora Gil encarna a Tamara y va desde la frialdad de la médica a la compasión de la mujer. Paula Watson es Zura, la viuda negra que termina por transformarse y en que logra todos los matices. Los cortes en los parlamentos no son sencillos para las actrices pero las llevan a cabo con eficacia gracias a su oficio y a la mano del director que las condujo. El vestuario fue diseñado por Patricia Gutiérrez Arriaga y la música es de Albero Rosas en esta escenificación de un texto modelo en la manera de presentar un hecho histórico reciente.