on una sentencia de 35 años de prisión culminó ayer el juicio militar contra el soldado Bradley Manning, acusado de filtrar a Wikileaks cientos de miles de documentos secretos del Pentágono y del Departamento de Estado que fueron posteriormente proporcionados a algunos medios informativos del mundo –este diario, entre ellos– para su elaboración periodística y difusión al público. El proceso estuvo plagado de arbitrariedades, incongruencias y paradojas.
Cabe mencionar, entre ellas, el hecho de que, mientras Manning ha sido sentenciado a más de tres décadas de cárcel, se encuentran libres los responsables políticos, intelectuales y materiales de los crímenes de lesa humanidad documentados en algunos de los materiales que, gracias al convicto, fueron conocidos por el mundo. Otra inconsistencia devastadora es que un gobierno recientemente puesto en evidencia como el mayor promotor de espionaje en el mundo –espionaje político, militar, comercial, industrial y diplomático– haya tenido la dureza facial requerida para juzgar a Manning precisamente por espionaje. Una tercera es el castigo impuesto a un joven soldado que –a contrapelo de lo que fue obligado a declarar– no ha causado con sus acciones daño alguno a la seguridad de Estados Unidos, por más que éstas hayan colocado a la clase política y al gobierno de Washington en lo que es, posiblemente, su momento de mayor desprestigio y de pérdida de credibilidad.
Ciertamente, comparada con el siglo de prisión pedido en un principio por la parte acusadora contra Manning, la sentencia que le fue impuesta resulta moderada, pero ello no debe distraer del hecho de que el proceso que terminó ayer en Fort Meade fue eminentemente político y tuvo como propósitos principales dar un escarmiento a cualquier filtrador
, por un lado, y hacer acopio, por el otro, de elementos para construir una acusación penal contra Julian Assange, fundador de Wikileaks. En ese sentido, si bien el juicio contra Manning derivó en una pena más breve de lo que originalmente se temía, el proceso ha tenido un claro signo persecutorio, arbitrario y contrario a reglas básicas en materia de derechos humanos.
La persecución en curso no se circunscribe a la del gobierno estadunidense contra Manning; el domingo pasado fue detenido en el aeropuerto de Londres, con base en una ley antiterrorista, el brasileño David Miranda, esposo del periodista Glenn Greenwald, quien, a su vez, recibió de manos de Edward Snowden documentación sobre los sistemas de espionaje ilegal montados por Washington en muchos países y en el mismo territorio de Estados Unidos, lo que constituye una flagrante vulneración de las libertades y garantías individuales, además de un delito en los países donde han operado las intercepciones telefónicas y digitales del gobierno estadunidense. Desde junio pasado, Greenwald ha venido divulgando información basada en los documentos de Snowden.
En el aeropuerto de Heathrow, Miranda fue interrogado durante nueve horas por policías británicos que le exigieron la entrega de toda la información en poder de su pareja y le quitaron el teléfono celular, la computadora y varias memorias externas. Tal acción –de la que Washington tuvo conocimiento y que pudo haber sido coordinada con las agencias policiales estadunidenses– resulta impresentable como medida antiterrorista; ha de entenderse, en cambio, como flagrante violación a la libertad de expresión y a los derechos humanos.
En la persecución contra Manning, Snowden y Julian Assange, en suma, los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña se deslizan a la condición de regímenes policiales, autoritarios y ajenos al imperio de la legalidad.