a inmensa mayoría de los analistas que intentan entender la lucha entre revolución y contrarrevolución en Egipto y los ecos sucesivos, como las olas en un lago, de ese proceso en las capas profundas de la sociedad egipcia, se cierran sin embargo el camino a la comprensión al trabajar con categorías estáticas y siempre iguales a sí mismas, como los militares
, el ejército
o la democracia
y el pueblo
. Ahora bien, en el ejército –como aparato represivo del Estado e institución– y entre los militares, se refleja poderosamente la lucha entre las clases fundamentales del país y la batalla entre las ideas religiosas, nacionalistas, panarabistas o antimperialistas que abarcan todo el Medio Oriente, al igual que la influencia política y cultural de las distintas grandes potencias. No podría ser de otro modo ya que tanto los soldados como los técnicos, suboficiales y oficiales se reclutan en todos los sectores de la sociedad, desde el campesinado hasta la baja intelectualidad, los comerciantes, terratenientes y capitalistas, e incluso en franjas de obreros especializados y de artesanos.
Ningún ejército es política y socialmente homogéneo. El ejército argentino tenía en su seno peronistas y golpistas antiperonistas. En las fuerzas armadas de Fulgencio Batista hubo quienes combatieron contra la dictadura, y en Guatemala Yon Sosa, el revolucionario y guerrillero, se formó en las fuerzas de elite antiguerrillas. El ejército egipcio no es una excepción. En los altos mandos predominan los formados (y financiados) por Estados Unidos pero quedan restos de los burócratas aliados con la ex Unión Soviética, más o menos nacionalistas, y hasta del nasserismo. Pero entre los oficiales de baja graduación y los suboficiales y tropas, donde los orígenes sociales, la formación cultural, el nivel de vida, los contactos con los vecinos y los sueldos no tienen nada que ver con los de sus jefes, que están integrados en las capas altas de la burguesía, pesa mucho la conciencia del papel fundamental de Egipto como baluarte del mundo árabe frente a Israel, la influencia estadunidense es mucho menor, y siempre está presente la idea –panárabe– de un renacimiento de la nación fragmentada, que algunos oficiales musulmanes ven como un renacimiento del Islam (la palabra Umma significa tanto nación como comunidad de fieles).
Además, aunque Egipto es el país árabe más unitario desde el punto de vista étnico y religioso, no hay un solo Egipto: está el cosmopolita, ligado al Mediterráneo, con ciudades como Alejandría, desde siglos llenas de judíos, griegos, italianos y mediorientales, con núcleos burgueses comerciales o bancarios con lazos familiares y de conocimiento internacionales, y está el Egipto profundo, ligado a la tierra, así como existe el Egipto predominantemente urbano de los millones de cristianos coptos, incluso militares, que coexiste con la mayoría islámica, subdividida en todas las subtendencias religiosas que se enfrentan desde fines del siglo VIII, cuando la instalación en El Cairo del Califato Fatimí, de la rama ismailí del chiísmo. Desde el punto de vista religioso, el Islam egipcio ni es unitario ni apaciguó jamás sus luchas intestinas. Lo nuevo ahora es que detrás de la reaccionaria y ultraconservadora Hermandad Musulmana están las potencias financieras modernas de los Emiratos y de Qatar, construidas después de la Segunda Guerra Mundial sobre la base de los ingresos petroleros, lo cual le da un carácter antiraquí y proestadunidense.
Mientras Hosni Mubarak era socio político de Israel y hacía allí negocios personales, la Hermandad se instaló en el régimen, al cual había combatido durante el período laico de Abdel Gamal Nasser. Cuando Mubarak, agente de Washington, fue derribado por una primera ola de una profunda revolución democrática, Estados Unidos apostó a la Hermandad Musulmana y a Mohammed Mursi, aunque temiendo que el islamismo tuviese una lógica propia, escapase de sus manos y abriese el camino al nacionalismo antisraelí siempre presente.
El golpe militar contra Mursi fue así una medida preventiva, conservadora, de contrafuego, contra el desbordamiento social por la izquierda (había gérmenes de consejos de fábricas y huelgas victoriosas) y, en lo internacional, una medida de mantenimiento del statu quo en la región a favor de Israel. Pero fue dirigido por el ala más conservadora de un ejército dividido. Si Nasser subió al poder en los 50 derribando al conservador general Naguib, que había dado el golpe contra la monarquía, los Naguib de hoy no tienen ninguna seguridad de que no habrá detrás de ellos una alianza entre un nuevo Nasser y la izquierda radicalizada, democrática, juvenil. Por eso dejan libre a Mubarak, para aliarse en el alto mando con los seguidores de éste, para dar garantías a Estados Unidos e Israel y para ahondar la fosa que existe entre el poder actual y la revolución democrática en marcha, que enfrenta a los secuaces de Mursi y a la vez exige justicia y libertades y rechaza las imposiciones castrenses.
La liberación de Mubarak, sin duda, lanzará contra el poder del general Al Sisi a quienes derribaron en abril al dictador, pero también tendrá grandes repercusiones en las fuerzas armadas, que deben estar en virtual estado de asamblea, discutiendo ardientemente, y una parte de las cuales podría radicalizarse hacia la izquierda. Igualmente, la posibilidad de que la actual represión contra la Hermandad Musulmana tenga como objetivo obligar a ésta a integrar un gobierno de unidad nacional conservadora bajo tutela de los pretorianos, podría llevar –en el caso de que esa maniobra se concretase– a una ruptura interna en la Hermandad misma, debilitándola así en su esfuerzo por transformar una informe y caótica revolución democrático social en una guerra civil entre cristianos y musulmanes, profundamente reaccionaria y que favorecería por años a Israel.