Opinión
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Informe presidencial
E

l presidente Enrique Peña Nieto rendirá su primer Informe de gobierno en el Campo Marte. Dará cumplimiento al artículo 69 constitucional que establece la obligación de que presente un informe por escrito, en el que manifieste el estado general que guarda la administración pública del país. Lo hará el primero de septiembre, fecha de apertura de las sesiones ordinarias del Congreso, en los nuevos términos que se fijaron a partir de los reclamos de unas oposiciones bisoñas en las tareas parlamentarias. Esto es, no se presenta personalmente ante el pleno del Poder Legislativo, y para cumplir con el mandato constitucional envía el Informe por escrito. Y como nos gusta la solemnidad, ahora ese acto que es un pobre sustituto a la ceremonia del pasado está convirtiéndose en un nuevo rito con toda pompa y circunstancia.

El primer reproche contra la práctica establecida durante el régimen priísta de presentación del Informe presidencial provino del entonces senador Porfirio Muñoz Ledo, quien el primero de septiembre de 1988 increpó al presidente De la Madrid por el desaseo de las elecciones de ese año. De un golpe el senador convirtió la carroza en calabaza, y roto el encantamiento, la ceremonia del Informe presidencial se fue deteriorando hasta volverse un espectáculo digno de la arena México. La ocasión empezó a ser utilizada por las oposiciones para hacer befa del presidente en turno; no obstante, la burla se extendió inevitablemente al acto mismo.

La historia de este precepto constitucional es antigua. Se remonta a la Constitución de 1824, que estipulaba que el presidente asistiría a la reunión del primero de enero del Congreso General, donde pronunciaría un discurso. Guadalupe Victoria fue el primero en cumplir con esta regla. También la encontramos en la Constitución de 1857 y, desde luego, en la de 1917, que es la primera en establecer que el informe sería por escrito.

En cada caso se trataba de una ceremonia solemne en la que el jefe del Ejecutivo se presentaba ante el Legislativo, pero el para qué del encuentro varió. Durante la primera mitad del siglo XIX, dada la ausencia de consensos y la inestabilidad endémica del país, más que informes los documentos presidenciales eran proclamas políticas partidistas, planteamientos polémicos a propósito de determinada forma de gobierno, por ejemplo, de las bondades del centralismo o del federalismo. Su objetivo no era rendir cuentas, sino movilizar apoyos, o servían para explicar la situación política del país, pero hablaban poco de una administración pública sujeta a múltiples penurias. No sería sino hasta la estabilización del porfiriato que los informes lo fueron realmente: la presentación de la obra administrativa del gobierno.

Muy pronto, el poder personalizado de Porfirio Díaz impuso a este acto cívico un tono reverencial que lo convirtió en uno más de los ritos de endiosamiento del dictador. Los diputados que respondían el discurso presidencial se referían a las virtudes personales de Díaz, a su capacidad para gobernar; los diputados expresaban de mil maneras su gratitud al gran hombre y, en cada ocasión, la necesidad de que continuara al frente de los destinos del país. Así, por ejemplo, Joaquín Casasús, presidente de la Cámara en 1902, cerró su contestación al informe presentado por Díaz con las siguientes palabras: El Poder Legislativo confía plenamente en vuestra pericia (...) Es un deber de justicia reconocer que (el progreso del país) ha sido parte vuestro esfuerzo perseverante (...) Las cámaras federales, como hasta hoy, os continuarán prestando su apoyo decidido.

En la posrevolución los informes reprodujeron los vicios de la dictadura y se convirtieron en competencias de lambisconería entre los diputados, no obstante lo cual son documentos de una gran importancia, aunque no siempre debidamente reconocida ni siquiera por los legisladores, a quienes les preocupaba más halagar al Señor Presidente que entender lo que decía, que en más de un caso era mucho.

Por ejemplo, el multicitado discurso del primero de septiembre de 1928 del presidente Calles, en el que invitó a todos los revolucionarios a reconciliarse en un solo partido político, también revela una propuesta de régimen bipartidista, pues también invitó a los conservadores a formar su propio partido e integrarse al Congreso, en lugar de tomar las armas como lo habían hecho los cristeros.

Es una lástima que el Presidente ya no vaya al Congreso a presentar su Informe. Cuando lo hacía estaba obligado a mirar de frente a la nación, y mal que bien daba sus razones. Ahora el Informe se ha convertido en una fiesta privada del partido en el poder y, peor aún, su función de comunicación ha sido sustituida con una agobiante publicidad. Francamente, estaba mejor lo de antes.