a peligrosa confrontación en que nos encontramos hace evidente la naturaleza del régimen dominante: despotismo democrático. Pero los principales participantes en la riña se niegan a reconocer la desnudez del emperador. Insisten en la superchería de la república democrática y se entrampan en supuestos y términos cada vez más alejados de la realidad.
Tirios y troyanos invocan el estado de derecho. Los funcionarios, los medios y sus intelectuales orgánicos exigen salvaguardar derechos de terceros
, eufemismo para referirse a los automovilistas, y aplicar las medidas legales pertinentes, eufemismo para referirse al uso de la fuerza pública. Defienden apasionadamente el sustento legal de las reformas en juego. Las organizaciones movilizadas para oponerse a ellas reivindican sus derechos a manifestarse y ser oídas, se afirman en el diálogo democrático, aunque sea tardío, y cuestionan tanto la forma como el fondo de las reformas.
En las actuales circunstancias de México y del mundo carece de realismo y sensatez seguir pretendiendo que vivimos en un estado de derecho, es decir, bajo leyes conocidas y aceptadas por el cuerpo social que se aplican justa y universalmente dentro de una sociedad democrática.
Como nos advirtió Foucault hace mucho tiempo, las normas vigentes están concebidas para que unos puedan violarlas impunemente y la mayoría deba someterse a su aplicación arbitraria. Y la arbitrariedad vigente es la de un despotismo que chapotea en el lodo dominante, cuando ya no es posible distinguir entre el mundo del crimen y el de las instituciones.
Estamos cada vez más en manos de criminales que rompen las reglas del pacto social por enceguecimiento, fantasía o furor, pero su despotismo es transitorio. Su proliferación se deriva del despotismo permanente y criminal de quienes exaltan el predominio de su interés y su voluntad y lo pretenden legítimo. Mientras el criminal es déspota por accidente, éstos lo son por estatuto… aunque su despotismo no puede tener estatuto en la sociedad y tienen que imponer su voluntad al cuerpo social por medio de la violencia y la intimidación permanentes. Ejercen y exaltan de modo criminal su propio interés, al margen de reglamentos y leyes, pero de una manera que está completamente imbricada en ellos. Rompen el pacto social del que depende la existencia misma de la sociedad y hacen valer su violencia, sus caprichos, su sinrazón, como ley general o razón de Estado.
Trato de enfriar las palabras. Foucault las empleó para aludir a épocas ya idas y a la forma en que estaban retornando. Me acongoja pensar que describen con precisión lo que está ocurriendo a la vista de todos. La gravedad de asumirlo explica por qué tantos prefieren cerrar los ojos y hacerse la ilusión de que no es así, que podemos seguir tocando a la puerta de esos poderes con nuestras marchas y movilizaciones, que podemos conmover sus bolsas, sus corazones o sus inteligencias con la presión social.
Pero el horno no está para bollos. Allá arriba no hay margen de maniobra. En ese callejón sólo caben la riña, la pugna de intereses, la violencia pura, particularmente peligrosas e insensatas cuando se trata de poderes frágiles y en decadencia como los de ahora. Es indispensable cambiar la dirección de la mirada, como hicieron los jóvenes griegos que hace un par de años voltearon a ver a la gente cuando pasaron ante las autoridades en el desfile convencional.
Es hora de mirarnos. Somos nosotros los interlocutores válidos, los únicos que podemos representar una opción. Los aparatos del Estado, corrompidos hasta el tuétano, son cada vez más ajenos a la voluntad popular. Desafiarlos o pretender que se les puede conquistar o manipular desde abajo es inútil, contraproductivo y peligroso. Se trata de desmantelarlos haciéndolos innecesarios, rechazando radicalmente su guerra permanente contra nosotros y ocupándonos en reorganizar la sociedad. Lejos de ser ilusorio esto puede ser puro pragmatismo. Imaginemos, por decir algo, lo que podría hacer medio millón de maestros convertidos en linternas coherentes para iluminar cotidianamente, con la verdad, los espacios en que ejercen su oficio.
Si interesan de verdad el estado de derecho y un orden social seguro y confiable, escapemos del callejón y constatemos lo que se intenta abajo, en comunidades y barrios que logran reparar su tejido social desgarrado para afirmar en él su nueva condición. Tienen ahora un horizonte de referencia claro: hay un espacio en los altos de Chiapas en que realmente prevalece un estado de derecho y un orden social estable y sólido, a pesar del acoso permanente. Ahí el pueblo manda y el gobierno obedece, porque ahí gobierno y pueblo son la misma cosa, como lo dice la palabra democracia.