Después de las tormentas
l paso que vamos, el viaje va a estar largo. En el mejor de los casos le calculo unas ocho horas. –Gabriel gira la cabeza hacia el asiento posterior–. Te ves muy cansada. Si quieres dormirte atrás.
Estela levanta los hombros. Para ocultar la sorpresa que le causa el gesto cortés de su esposo se concentra en la fila de automóviles que los anteceden. Piensa en cuántas personas viajarán en cada uno. Siente lástima por los niños. Al terror de las tormentas, los gritos, la falta de luz, de agua y de comida ahora suman la incomodidad de viajar apiñados entre adultos que repiten los horrores vividos en Acapulco a causa de los huracanes que enlutaron septiembre.
En los momentos de mayor peligro, Estela pensó con un temor supersticioso que era el mismo mes en que ocurrieron los terremotos del 85 y en que su hermana gemela, Aurora, murió bajo los escombros del edificio en donde vivían con sus padres. La alegra pensar que los temores de no volver a verlos se han desvanecido por completo. Le gustaría llamarlos y decirles que ella y Gabriel están bien. No puede hacerlo porque la batería del celular se agotó y no hubo forma ni tiempo para recargarla.
Lamenta que Gabriel no haya seguido su recomendación de comprar un cargador para el coche. Que se lo aconsejara antes de emprender el viaje a la playa motivó el enojo de Gabriel. Y después ¿por qué se había disgustado? Ah, sí, porque ella le preguntó cuál era la urgencia de hacer un viaje tan precipitado. ¿Y más tarde? Por el calor, la impertinencia de un chofer que se le había cerrado, la fila inmensa en la primera caseta de peaje. A partir de ese momento, él no habló una palabra. Manejaba como si el viaje fuera una imposición y no una idea suya.
II
Indefensa ante los recuerdos, Estela ve pasar los malos momentos con Gabriel, sus arranques de cólera, sus enojos.
–¿Por qué? –Estela no se da cuenta de que habla en voz alta y en el mismo tono se responde: –Por todo.
–Perdón, mi amor, ¿qué decías? –Gabriel aparta la mano del volante y toca la rodilla de Estela–. No te escuché porque estaba pensando. ¿Sabes en qué?
Estela vuelve a sentirse sorprendida por otro gesto amable de su esposo. Por primera vez en mucho tiempo él quiere que ella conozca sus pensamientos en lugar de escamoteárselos. Está a punto de decírselo y preguntarle a qué se debe el cambio de actitud pero decide mantenerse en silencio, a la expectativa.
–En la anciana de 90 años a la que se le murió toda su familia. Desde que oí su historia en el radio no he dejado de pensar en ella. ¿Te imaginas? Sola, a esa edad y con una carga tan tremenda, ¿cómo podrá seguir viviendo? –la voz de Gabriel se quiebra–. Perdóname, después de lo que pasamos no debería hablar de algo tan triste.
Estela piensa otra vez en sus padres. Se le aviva el ansia de verlos, de aliviar la tristeza que habrán sentido al enterarse de las malas noticias que llegaban de Acapulco. A pesar de su dolor, consolarlos fue lo que hizo en el 85, cuando les dieron la mala noticia y después, cubierto por una sábana, les entregaron el cuerpo de Aurora. Para Estela había sido una pérdida tremenda. Lo compartirían todo: desde la ropa hasta los secretos.
Si Aurora viviera –piensa Estela– ella habría tenido a quién contarle su angustia ante la indiferencia y los malos tratos de Gabriel y ahora también su decisión de divorciarse.
III
Necesitaba decírselo a Gabriel cuando estuvieran solos, en un terreno neutral y sin riesgo de que alguien de la familia interviniera, sin objetos que les recordaran su vida de 24 años de casados y sin hijos. No tenerlos había sido una imposición de Gabriel. Ella la aceptó pensando que con el tiempo lo haría cambiar. No fue así. Lo que durante años consideró lamentable, en vistas de la separación le resultaba una ventura.
Durante todo el trayecto a Acapulco ella estuvo pensando la forma en que abordaría el tema del divorcio y desde luego de sus motivos para desear el fin de una relación cada vez más difícil y a punto de llegar a la violencia. El miedo que en ocasiones le inspiraba Gabriel era otra cosa que Estela sólo habría podido confesarle a su hermana.
Mientras avanzaban por la carretera, ante ciertos paisajes, pensó en Aurora. Lo hizo también después cuando abrió la ventana de la habitación 726 y se puso a ver el mar. Llevaba años de no hacerlo, quizá por eso la emocionaron hasta las lágrimas su inmensidad y el ritmo incontenible de su oleaje: el mismo que después, encrespado por las tormentas y los vientos huracanados, se desbordó para destruir y matar.
IV
Sentada en el asiento delantero del coche, Estela piensa en lo ocurrido como en un mal sueño en donde las imágenes desplazan unas a otras, los temores se acumulan y forman una lápida con una sola palabra escrita: miedo. Estela creía conocer el sentimiento pero el que experimentó en las horas de tormenta fue otro, único y último porque detrás de él miró la muerte. Su cercanía le recordó oraciones y le dictó súplicas. Más allá de esas palabras no encontró otras para decirle a Gabriel que ese viaje marcaba el final de su vida en común.
–¿En qué piensas? –Gabriel pregunta en un tono suave, en cierta forma protector al que Estela no puede resistirse:
–No sé. Tengo miles de cosas en la cabeza y no puedo ordenarlas. Estoy nerviosa. Sigo teniendo miedo. Me parece que a cada momento va a empezar otra vez... Anoche soñé que el hotel se iba de lado, nos salíamos por la ventana y caíamos a un río en donde flotaban perros y tablones. Lo que pasó fue horrible. ¿Has tenido pesadillas así?
–No. Me he quedado despierto, pensando en nosotros, mejor dicho en ti. ¿Recuerdas que me preguntaste por qué había planeado el viaje con tanta precipitación?
–Y sólo por eso te enojaste.
–Me disgusté porque no tuve el valor para decírtelo: quise llevarte a Acapulco porque necesitaba que estuviéramos solos, sin la familia merodeando, lejos de la casa para pedirte el divorcio. Iba a hacerlo pero después, cuando sentí el peligro de que algo pudiera sucederte, me di cuenta de que sin ti no sabría cómo darle sentido a mi vida. ¿Me crees?
–Sí.
–He sido sincero. Ahora dime tú si alguna vez pensaste en divorciarte de mí.
–No, nunca. –Estela se vuelve, mira el paisaje y piensa en que si Aurora viviera tendría que contarle otro secreto.