l filo del agua solía decir un viejito al que nadie hacía caso en la profética novela de ese gran escritor que fue don Agustín Yáñez. Al filo del agua, viejas brujas desdentadas lloronas de tormentas, ciclones y huracanes, maestras del aquelarre, máscaras de la madre desnutrida (y su hijo más desnutrido) aguda faz amarilla, nariz afilada, ojos chicos, largas uñas afiladas y negras del lodo, maquillaje de magia, misterio y fanatismo que desborda. Defensa de los jodidos contra el hambre canija que aumentara con la crisis alimentaria debido a la destrucción de las cosechas.
Viejas brujas que vuelan en la noche a San Ángel, pulidas y bien untadas, bajo un cielo emborronado de pesadillas. Hoy que las lluvias, inundaciones y charcos lodosos aumentan, la necesidad de untos corporales se vuelve urgencia vital, pozo de sabiduría que entiende de sortilegios y postizos, remiendos y bebedizos, requiere que la hilen estopa y toquen extrañas sonajerías al ritmo infernal de la armonía diabólica para el conjuro y exorcizar el hambre que es el infierno de los pueblos que se revuelven entre nubes de lodo por toda comida y vivienda.
Viejas lloronas de los aullidos lastimeros y ayes que son cantares de los viejos amores que se quedaron y no se encuentran cabalgando en sus aerodinámicas escobas –que por aspiradoras quieren cambiar– como augurios de la desgracia, que en su conjuro y maleficio, arte de artes, transcriben y reordenan que no cambien.
Lechugas del olor a azufre, lepra de enigma y miedo, símbolo de los pecados del país, redujos indefinibles de sombras amasadas, tan sucias que ya contaminaran las ciudades con su azufre sulfuroso para que, quiérase o no, a todos nos llegue el infierno, hoy que el agua y el predial ya no se podrán pagar, y al Zócalo iremos a vivir. Al fin ahí el agua la regalan.
¡Ay lloronas!, lloronas de azul verdoso de la carrera loca y los días eternos, en la negra caterva infernal hasta la ley del cielo envolvieron en sus nubes sulfurosas para aumentar nuestra nostalgia hidráulica de los brujos antiguos de acento cachondo, suave y añejo, y ojos de luz morena, pelo oscuro y mate sobre su color quebrado en la escoba infantable de ramas que se mecen en los aires quietos de las palmeras. Hablar de cosas de hoy con la gracia de lo antiguo, en una infernal melancolía, pálida flor ranchera con perfume a campo que al llegar se volvió polvo que rueda y rueda, lodo salitroso de formas mil.
Llorona del más allá que has cambiado tu casa hasta donde se puede llegaras con tu caverna oscura, que tan fácil mudas de lugar. Esa caverna donde sonaba nuestra vida y tu sangre y mi sangre se mecían en la misma cuna, llorona de ayer y hoy, que maravilla fuiste y ya ni sombra eres, copada por las nubes de tu propio maleficio, en lo que cambiaste alegría, pasión, locura, por celos, envidias, reproches, quejas y amarguras, fórmula inequívoca de la miseria y el hambre. Esa que visualizó Agustín Yáñez previa a la Revolución.
Melancolía de amor y llanto en la noche estrellada cuando me contabas, llorona, bruja reina del hambre, que se muere el hijo de tu sangre y mi sangre, si alguna vez te olvido. ¡Ay llorona!, llorona de ayer y hoy no nos olvides que nuestros hijos se mueren…
“Guitarras, lloren guitarras
que ahí queda lleno de amor
prendido de cada cuerda
llorando a mares mi corazón”.