l Presidente de la República llegó cansado a Acapulco. De mal humor. Se encaró con damnificados que reclamaban ayuda urgente. Les dijo que nadie tenía derecho a lucrar políticamente con la tragedia que vivían, que muchos no podrían volver a sus casas por estar en zonas de alto riesgo, en terrenos que vendieron líderes corruptos y sin la seguridad jurídica y física necesarias. Regañó a un senador del Partido de la Revolución Democrática por decirle que sus colaboradores lo estaban engañando. También pudo estar molesto al ver que ellos, encabezados por el secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet, y el de Defensa, Enrique Cervantes (además del gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre), no se coordinaban para resolver el grave problema que dejaba el huracán. En fin, dijo que no iba a prometer lo que no podría cumplir, ni a hacer milagros ni a resolver la situación en un día. Pero sí el apoyo necesario para la reconstrucción sacando dinero de donde fuera. Y, además, que el gobierno no permitiría ya que la población se vaya a vivir en zonas de riesgo
. Ese 11 de octubre del 1997, el presidente Zedillo adelantó su regreso de Europa, donde andaba de visita, para atender el desastre ocasionado por el huracán Paulina en Oaxaca, Guerrero y Chiapas.
Otro mandatario visitó Acapulco 16 años después para atender a los damnificados y encabezar la tarea de remediar los daños que deja la tormenta tropical Manuel, menos intensa que Paulina. Junto con el huracán Ingrid, que golpeó al mismo tiempo el Golfo de México, puso al descubierto el origen de los desastres que suelen ocurrir en el país y cómo el sistema de protección civil, que cada administración sexenal dice es el mejor, no sirve para prevenir ni responder a las emergencias. Y menos, como ahora, si se encarga a amigos, ineptos.
Por principio de cuentas, se hizo ya costumbre decir cada año que llueve más que nunca para justificar los desastres. Pero éstos serían mucho menores si el país no perdiera desde hace décadas bosques y selvas que con sus raíces fijan la tierra. Ese paraguas verde evita que el agua se la lleve hasta los cauces de arroyos y ríos garantizando así su capacidad de conducción. También, que el agua se filtre poco a poco en la tierra y no ocasione derrumbes. Habría menos inundaciones si las cuencas de los ríos no fueran destino final de la basura y las aguas negras de las ciudades y la industria. Y con una reforestación efectiva.
En el sexenio del becario de Harvard sembraron un día más árboles que todo el universo. ¿Cuántos sobrevivieron? Y si se reconociera y protegiera a los campesinos e indígenas que cuidan el bosque. En vez de eso, este siglo han asesinado a más de 20. Y los criminales siguen libres.
No lamentaríamos tantas pérdidas como ahora si los planes nacionales de desarrollo sexenales lo fueran de verdad y tuvieran en cuenta al medio ambiente. De haber un ordenamiento del territorio que regulara el crecimiento de ciudades y pueblos rurales, evitando así la ocupación de áreas frágiles, peligrosas. Si la lucha contra la pobreza fuera efectiva e incluyera por tanto vivienda digna para millones de familias marginadas. Pero lo que crece es la desigualdad social y económica, la especulación de la tierra que propicia la formación de asentamientos irregulares patrocinados por autoridades y líderes corruptos. Lo que debía ser la reserva territorial de las ciudades cae en cambio en manos de los especuladores inmobiliarios, aliados a funcionarios y políticos. Crean lo mismo Acapulco Diamante que Tabasco 2000, que no escapan a la furia del agua.
Agreguemos la obra pública defectuosa. La Autopista del Sol, de paga. Y el colmo: quienes se enriquecen construyendo mal se benefician luego con la reconstrucción. Sumemos la falta de previsión de las instancias oficiales, su descoordinación. El que la responsabilidad de resolver los problemas que dejan las tragedias recaiga siempre, como en Acapulco ayer y hoy, en el Presidente de la República. Por mucho poder que tenga, no hace milagros, como confirmó Zedillo, que tampoco cumplió sus promesas de 1997. Lo que se necesita es la presencia permanente y efectiva de las instituciones del Estado en beneficio de los mexicanos de hoy y de mañana. No de unos cuantos.